La sĂlaba tĂłnica de dos amigos
AndrĂ©s canta siempre a la libertad Tiemblan rejas en las celdas frĂas Que se funden con las melodĂas Donde reina solamente humedad.
Jorge Larrosa
LlamĂ© a Larrosa a su mĂłvil; Ă©l me dijo que me recibĂa con cariño, que A. C. habĂa hablado por mĂ con confianza y que por eso yo valĂa lo que pesaba. Me dijo que podĂamos tomar una Stella Artois y acompañarla con una milanesa con papas fritas y purĂ©; que fuera a su casa en el sector de Congreso, en la calle Alsina. Le agradecĂ, Ă©l se despidiĂł con un abrazo de gol a travĂ©s de la bocina y yo, emocionado, tomĂ© rumbo en un taxi hacia el microcentro de Buenos Aires.
Jorge, el uruguayo, es un fotĂłgrafo, escritor y orgulloso padre de dos hijos. que reside en Argentina desde hace muchos años. Es el dueño de sus propias historias âmuchas de ellas incontables, al mezclar peligros callejeros, dramas policiales, de periodismo incuestionable y de fotografĂas eternasâ. Jorge es el consejero de canciones y de vida de A. C. y el amigo a carta cabal de sus amigos (de âlos ñerisâ) que lo han acompañado a enfrentar todo tipo de cosas en la vida, por derecha o por izquierda. Eso es un âñeriâ, un compa-âñeriâ de confianza.
A los dos âa AndrĂ©s y a Jorgeâ los separa un año natural y un rĂo parecido al mar al haber nacido en distintas orillas del RĂo de la Plata. Su amistad viene desde 1996, cuando se conocieron en una sesiĂłn de fotos contratada por Carlos JosĂ© Contepomi, âel Bebeâ (el reconocido presentador y conductor de radio y televisiĂłn, el hombre de La Viola). Se vieron en el âapartotelâ donde estaba AndrĂ©s incendiĂĄndose en la creaciĂłn de canciones caprichosas. En esa ocasiĂłn se apretaron la mano sin esperar mĂĄs que eso, una mirada y unas palabras de cordialidad. El rol de Larrosa en ese encuentro serĂa fotografiar a AndrĂ©s con sus lentes, su cabello agrietado y sus manos siempre dispuestas a la generosidad del obturador.
Al ingresar al âapartotelâ, Larrosa ni le vio la cara a AndrĂ©s; solo el abundante cabello y sus manos ocupadas âuna escribiendo en un papel arrugado, y la otra, moviĂ©ndose con cadencia sobre las blancas y negras de un pianoâ. AllĂ, en la complicidad de las soledades musicalizadas, arrastradas en el suelo y volando por los aires, se construĂan incontinentemente canciones de oxĂgeno y desespero que revelaban la honestidad brutal en el corazĂłn y la cabeza a punto de explotar de Calamaro. Estas imĂĄgenes fueron el sello imborrable en la memoria de un hombre que creciĂł al otro lado del rĂo, en Uruguay, en el Barrio Norte; un fotĂłgrafo que lleva por nombres Jorge Humberto y como apellido, el inolvidable Larrosa, como un poema dedicado al perfume del amor y la muerte.
Hasta ese momento, la historia para mĂ apenas empezaba. Yo seguĂa siendo el investigador privado de vidas ajenas y pĂșblicas, el Chevalier Auguste Dupin de Allan Poe con rumbo al Ă©xtasis añorado de canciones y Ă©pocas pasadas, de tatuajes indelebles sobre la dermis cansada y de cicatrices amorosas.
Estaba en la calle ansioso y enfrentando mi manera sagaz de llegar al centro de esta historia; mi corazĂłn acelerĂł y se agolpĂł con fuerza aĂșn mĂĄs a la izquierda âel lado del miedoâ y me hizo vibrar y dudar a la vez; obligĂł a cerrar los ojos. âDale que todo va a estar como lo pensasteâ, me repetĂ en voz silenciosa.
SaquĂ© mis manos de los bolsillos, guardĂ© mis anteojos y seguĂ con valentĂa ây con el tiempo encimaâ; oprimĂ uno de los botones para llamar a la casa de Jorge y me apartĂ© para ver cuĂĄntos pisos tenĂa; era un edificio grande y viejo de color verde y ladrillos naranja. Del hall interior me separaba una puerta de marco blanco y vidriera inmensa que era atravesada por gente que salĂa y entraba, salĂa y entraba, mientras yo esperaba para conocer al poeta de Ramallo.
Se demorĂł. Mientras, mirĂ© los carros que recorrĂan una calle de un solo sentido; frente a mĂ, una peluquerĂa y al lado, una cerrajerĂa con las puertas abajo. SeguĂ esperando.
EscuchĂ© hablar de Jorge cuando AndrĂ©s Calamaro presentĂł su canciĂłn âNos volveremos a verâ, en el multitudinario regreso triunfal de 2005.
âLa siguiente es una letra del poeta de Ramallo, Jorge Larrosa, mi compadre. Se llama âNos volveremos a verâ, y en estas circunstancias dice mucho, muchas graciasâ.
Se abriĂł la puerta, sonaron las bisagras oxidadas.
âÂżCĂłmo andĂĄs, Diego? âdijo Jorge.
SaliĂł. LucĂa tranquilo. AcomodĂł sus lentes, achicĂł los ojos y vi sus dientes cuando tomĂł una bocanada de aire.
âBien feliz de estar acĂĄ, Jorge ârepliquĂ©.
Llegamos a su casa; la televisiĂłn estaba encendida a todo volumen con un programa de debate polĂtico. Un gato siamĂ©s gris con ojos azules maullaba mientras se frotaba en mi pantalĂłn. Era âLoquilloâ; no paraba de maullar. Un paso, dos pasos, tres pasos, seguĂa bajo mis pies haciendo piruetas circenses âera un expertoâ. QuerĂa decir algo, âÂżQuĂ© querrĂa decir?, Âżlo incomodĂ©?â, pensĂ©. Jorge fue por comida y le sirviĂł un poco.
FotografĂas del âSalmĂłnâ habitaban como canciones sonando, como un recibimiento especial con marcha imperial al paso del rocanrol sureño. Todas las Ă©pocas, todos los cortes de cabello y el aumento de tatuajes en esas imĂĄgenes, tesoro de AndrĂ©s.
Nos sentamos en una mesa que resistĂa el peso incalculable del conocimiento, al estar cargada de libros y papeles rayados. EstĂĄbamos frente a la televisiĂłn âque seguĂa sonandoâ y tomamos una Stella Artois y brindamos mientras lo mirĂ© a los ojos, esos ojos agudos que han visto todo detrĂĄs de sus lentes rayados. NotĂ© sus facciones marcadas y su sonrisa corta mientras Ă©l iba y volvĂa de la cocina pues me preparaba una milanesa con purĂ©. Hablamos a la distancia âmedio gritando entre paredes blancasâ sobre libros, mĂșsica, filosofĂa e intelectualidad casual, sin pretensiones. Y claro, de AndrĂ©s, el amigo en comĂșn, del que puedo ver cuatro o cinco fotografĂas a mi alrededor, el amigo del que ahora descubro su vida secreta.
Mientras comemos, termina de contarme su primer encuentro con Calamaro y âBebeâ Contepomi, el dĂa en el que se miraron y forjaron una amistad entrañable de años y vidas. Ese dĂa, las fotos en tal âapartotelâ no se hicieron; la cĂĄmara se aburriĂł o se deprimiĂł; quedĂł estĂĄtica, con la doble exposiciĂłn de otras miradas y la mirada oscura de ella, con la luz apagada en el centro de una mesa prestada y repleta de vida. No hubo fotos, solo hablaron y hablaron hasta que sintieron que eran cĂłmplices de las conversaciones que vendrĂan. En realidad, AndrĂ©s hablĂł mucho y Jorge escuchaba atento cada reflexiĂłn de ese poeta rebelde y enigmĂĄtico que, de a poco, se convertirĂa en su amigo.
âY vos, Âżno sabĂ©s escribir?, Âżsolo tomĂĄs fotos? âle preguntĂł AndrĂ©s a Larrosa.
âSĂ sĂ© escribir, lo hago a diario âcontestĂł Jorge.
âNo, pero, escribir canciones âreplicĂł Calamaro.
Hubo silencio y verdad. La vigilia de conversaciĂłn significĂł la apertura a un mundo que ni el mismo Larrosa imaginĂł, pues nunca habĂa escrito una canciĂłn en su vida. Hasta ahora, en ese hotel, solo conocĂa a un buen amigo, que luego de cada sĂlaba se volvĂa el mejor.
Esas preguntas y respuestas disparadas, repentinamente abrieron el portal para mĂĄs conversaciones y temas, y menos fotos. Ese dĂa âesos dĂasâ no sacaron las instantĂĄneas fotogrĂĄficas por las que Jorge Larrosa fue contratado, pero sĂ sacaron tiempo para imaginar la eternidad desde las batallas literarias y las trincheras musicales.
La relaciĂłn entre Larrosa y Calamaro se hizo fuerte, pues cruzaron juntos las puertas de la hermandad y la sinceridad sin dolor; entraron en los submundos de la calle y la complicidad de amigos atravesando el puente de relatos que, necesariamente, no hay que contar y quedarĂĄn en la historia oculta de las amistades peligrosas y verdaderas.
Soñando con los ojos abiertos, mi vida dentro de las vĂsceras y sĂntomas de claustrofobia; asĂ estaba yo con las historias de Larrosa. De repente, sonĂł algo detrĂĄs de la puerta principal de la casa; el gato seguĂa maullando, el televisor continuaba escupiendo debates polĂticos a alto volumen, la milanesa iba por la mitad y la cerveza habĂa llegado al reposo que nadie quiere.
âEs Dylan âme dice Larrosa en susurro mientras la puerta empieza a abrirse.
âÂżDylan? âpregunto asustado, pero no tengo respuesta.
De Bob Dylan recuerdo su guitarra y su armĂłnica; su simpleza acĂșstica y su incomodidad en We are the world junto a Michael Jackson y otros artistas pop de los años ochenta que no eran como Ă©l. Lo recuerdo sin sonrisas y con un sombrero de ala ancha y plumaje multicolor.
TambiĂ©n, su Mr. Tambourine man, el Nobel de Literatura no recogido y la crĂtica pendiente a su respuesta. Recuerdo libros, cancioneros y documentales; sus canciones como crĂłnica y sus versos como literatura. Sus gafas negras, su cigarro en los dientes, sus ojos pintados y sus botas vaqueras.
Pero, sobre todo, recuerdo a su amigo Calamaro y la gira que hicieron juntos; desde el set list hasta su enojo por un cover, la emociĂłn de AndrĂ©s por estar junto a su Ădolo de vidas y muertes, y la discreciĂłn de Bob en las canciones de AndrĂ©s.
Y, por supuesto, el talento de Larrosa en esa gira para no olvidar. Sus fotografĂas con el viento pegando en la sien y en un taxi con el periĂłdico del dĂa. De Bob Dylan recuerdo su juventud perdida en mĂĄs de setenta años
âÂżSerĂĄ el Dylan que recuerdo y quiero?â, pensĂ©.
EsperĂ© que entrara Dylan con su cabello desaliñado y sus ojos a medio abrir. EsperĂ© al de âBlowinâș in the windâ, el del bigote bien perfilado y la nariz prominente, el de las historias con oĂdos por millones, el caminante de las calles repletas de agua y nieve de Minnesota.
EntrĂł. Estaba blanco y joven; Dylan tenĂa unos cincuenta años menos y llevaba una mochila estudiantil, camiseta negra, sudadera Adidas azul y el cabello con gel tirado hacia atrĂĄs. Me mirĂł pero no dijo nada.
âSaluda, Dylan, es Diego, el amigo de AndrĂ©s.
Me mirĂł, me saludĂł con un formalismo increĂble âo mĂĄs bien, difĂcil en su edadâ y me dio un par de recomendados; uno de un libro de Hiromi Kawakami (que dice que el cielo es azul y la tierra, blanca) y el otro, de mĂșsica y anime. No mĂĄs.
CruzĂł el pasillo, cerrĂł la puerta de su habitaciĂłn y quedamos de nuevo Jorge, el gato y yo en la misma mesa con la televisiĂłn a todo volumen y la milanesa mordida.
âEs Dylan, mi hijo, el ahijado de AndrĂ©s. El de la foto âexplicĂł Jorge mientras señalaba una foto desgastada por el tiempo.
Fue tomada en su casa (donde descansan el corazĂłn, los problemas, las cuentas por pagar y la vida Ăntima de un padre y dos hijos) y en ella, AndrĂ©s aparece con una camiseta de Mötley CrĂŒe y el tatuaje de calamar en primer plano mientras carga al niño Dylan que tendrĂa, si acaso, unos cuantos dĂas de nacido. Le levanta la mano como diciendo âacĂĄ estoy yo, con mi papĂĄ y mi padrino, âel SalmĂłnââ. Por su parte, Jorge mira a la cĂĄmara. No tiene lentes y tampoco es el que toma la foto; se ve feliz al lado de su amigo y su hijo.
Dylan Larrosa es un joven que recibiĂł afecto de AndrĂ©s cuando tenĂa solo unos meses y, tal vez por eso, su nombre sea un homenaje a otro Ădolo aspiracional de varias generaciones. Ahijado y padrino, Dylan y AndrĂ©s Calamaro.
Hasta ese momento no habĂamos hablado siguiendo una cartografĂa de preguntas hasta que decidĂ prender la grabadora, no sin antes preguntarle si le molestaba y Jorge, en silencio âcon una señaâ, me dijo que la prendiera.
âPuedo hablar por mĂ, nada mĂĄs, âme aclarĂł apelando al respeto que le tiene a su amigo. Mientras, yo voy prendiendo ese aparato para registrar un anecdotario de lujo y no dejar esta historia a merced del olvido.
La historia de Jorge Larrosa es apasionante. LlegĂł al mundo el dĂa de los muertos mexicanos (el 2 de noviembre), pero en casa lo registraron el 5 porque su madre, MarĂa, decĂa que esa fecha era para rendirle tributo al anticristo.
NaciĂł en un barrio humilde de la hermosa Montevideo, Barrio Sur, y se crio en el Barrio de Palermo (ambos rivales y hermanos). Fue a una escuela pĂșblica en la que estudiaban cristianos, judĂos, negros y blancos; todos en una torre de babel barrial, en la que el idioma era el mismo. CreciĂł con el fĂștbol como amigo y la pobreza como vecina, pero la felicidad siempre estuvo bajo su cielo al lado de sus padres, JosĂ© y MarĂa, y de sus hermanos, Graciela y Daniel.
Desde pequeño le atrajo la escritura y no por leer, sino por contar; pero como no leĂa, no podĂa contar. Y no es que faltaran palabras; le faltaba lectura. AsĂ que se dio a la tarea de leer todo el tiempo âmĂĄs que estudiarâ hasta que necesitĂł leer como respirar, comer o dormir. Abrir un libro para Jorge era salir de su barrio, de su ciudad, de su paĂs; sumergirse sin temor y navegar por el RĂo de la Plata sin mojarse, con la respiraciĂłn intacta y la mĂșsica sonando. Eso lo apasionĂł y se entregĂł a las letras, a devorarlas con sutileza y amor.
De niño, âSiddharthaâ, âLa divina comediaâ y âEl cantar de mio Cidâ lo envolvieron en una vida ajena que latĂa en cada pĂĄgina. MĂĄs tarde, leyĂł âCien años de soledadâ, de âGaboâ escuchando de fondo a los WawancĂł âla orquesta de cumbia argentinaâ. Luego llegaron la salsa, el rock, los amigos, los viajes, lo prohibido y la fotografĂa, y nada fue igual para ese chico uruguayo que con los ojos cerrados se ent...