Inteligencia comercial
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Inteligencia comercial

Luis Bassat

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Inteligencia comercial

Luis Bassat

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Picasso y Van Gogh están hoy en los mejores museos del mundo. Sin embargo, en toda su vida Van Gogh solo consiguió vender un cuadro. Picasso, en cambio, vendió toda su producción, que fue mucha, se hizo inmensamente rico y nadie osó jamás decir que su pintura fuera comercial. Lo que era comercial era su inteligencia. Este es uno de los muchos ejemplos que Luis Bassat utiliza en este libro para explicar qué es la inteligencia comercial, para qué es necesaria, y cómo podemos desarrollarla si no hemos tenido la suerte de nacer con ella.

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Information

Jahr
2011
ISBN
9788415750819
1.
Cómo conseguir confianza
«No prometas más de lo que
realmente puedes cumplir.»
ANÓNIMO
Los diez mil mandamientos de la ley del comercio se resumen en dos palabras: generar confianza.
En la relación entre dos personas, o entre una empresa y sus consumidores, no hay nada más importante que conseguir la confianza del otro, de nuestro interlocutor, o de los miles o millones de consumidores de nuestra marca.
Platón ya decía que buscando el bien de nuestros semejantes, encontramos el nuestro. Eso sigue siendo más verdad que nunca ahora. El éxito en una negociación personal consiste siempre en saber ponerse en el lugar del otro. Si yo vendo y tú compras, cómo compraría yo si estuviera en tu lugar. Si yo produzco y vendo un producto, cómo querría comprarlo si yo fuera el consumidor. También Sófocles dijo que la más hermosa de todas las obras humanas consiste en ser útil al prójimo, y vender es ser útil a otro.
Hay un relato del Talmud que a mí me gusta especialmente: un hombre fue a ver a un rabino, de apellido Hillel, y le pidió que le enseñara la ley sagrada en cinco minutos. «En cinco minutos, no –le dijo el rabino–; en cinco segundos: trata a los demás como quieres ser tratado. Esta es la ley, el resto, nada más que comentarios.»
Si se me permite, la ley de la inteligencia comercial es esta: trata a los demás como quieres ser tratado.
Una de las empresas para las que trabajé durante mis cinco años de Universidad fue Culligan, un especialista mundial en el tratamiento de aguas. Recuerdo haberle vendido un purificador a un arquitecto llamado Sebastià Bonet. Le aconsejé lo mejor que supe y le ahorré un cierto dinero, porque el purificador que él pensaba comprar era demasiado grande para la obra que tenía entre manos. Lo cierto es que me gané su confianza. Unos años más tarde, recibí una llamada de Hugo Günter, director de Fiamma, una empresa italiana de quemadores de fueloil. Buscaba un jefe de ventas y su suegro, precisamente el arquitecto Sebastià Bonet, le dijo que de todos los vendedores que habitualmente le visitaban yo era el que le inspiraba más confianza. Hugo me entrevistó y me dio el puesto. Con veintitrés años, era mi primer trabajo con un sueldo fijo, y gracias a él pude casarme enseguida con mi novia de siempre. Nos fuimos de viaje de novios, y a los doce días estrenaba mi primer trabajo de jefe de ventas. ¡Imagínense lo importante que ha sido siempre para mí conseguir la confianza de mis clientes! Un viejo aforismo dice: «Nada se pierde. Todo cuanto hagas regresa a ti». ¡Nada se pierde!
La confianza no es algo que se improvise. Es lenta, difícil de conseguir y fácil de perder. Requiere seriedad, perseverancia y a veces… años. Un consumidor satisfecho se lo dice a tres amigos. Un consumidor enfadado se lo dice a tres mil.
En la publicidad, la confianza se gana con la valentía de seguir un proceso gradual. La confianza total solo se consigue después de obtener pequeñas confianzas parciales que se van concediendo a los productos o a las marcas. «Entonces el círculo virtuoso empieza: el valor lleva a la confianza, que lleva al valor, que lleva a la confianza y así sucesivamente», dijo uno de los «papas» de la publicidad moderna, David Ogilvy.
En el mundo comercial personal, en la venta uno a uno, conseguir la confianza del comprador está en manos del producto y del vendedor. El vendedor ¿es una persona a la que le dejaría mi coche? ¿Y mi piso? Un vendedor que me da pruebas de confianza, es automáticamente merecedor de la mía, porque confiamos más en quien confía en nosotros. Sobre todo si esa persona es, además, serena y ponderada, cualidades necesarias para conseguir la confianza de alguien.
Cuando al cabo de dos años empecé mi carrera de publicitario, mis amigos me preguntaban cómo había escogido una profesión de mentirosos, de personas que engañan y enredan al consumidor. Esa era la percepción de los publicitarios hace algo más de cuarenta años. En aquella época, la revista satírica La Codorniz se anunciaba diciendo: «Donde no hay publicidad resplandece la verdad».
Tal vez por esa razón, desde el principio me planteé romper con esa imagen y no mentir nunca, ni a mis clientes ni en mi publicidad a sus clientes. Como dijo Aristóteles: «El sabio no dice nunca todo lo que piensa, pero siempre piensa todo lo que dice».
Los americanos afirman que el principal pecado de la publicidad es el over promise, prometer más de lo que el producto da. Los estudios demuestran que cuando el consumidor compra un producto anunciado con un over promise inevitablemente sufre una decepción tan grande que no vuelve a comprarlo. Como es obvio, una campaña no puede pagarse ni ser rentable, consiguiendo vender el producto una sola vez y convirtiendo a cada consumidor en un propagandista negativo.
Quede claro que en el mundo de la publicidad racional, una mentira, lo es. Pero no es lo mismo en el mundo de la publicidad emocional. Cuando un joven le dice a su novia que la hará la mujer más feliz del mundo, ¿está mintiendo? Objetiva y racionalmente, sí. Pero él podría jurar por su vida que le está diciendo la verdad, y ella también lo creerá así, si lo escucha con el corazón y no con la razón.
La verdad ha de ser interesante y relevante para el consumidor, y también creíble y verosímil. Porque hay verdades que, aunque lo sean, no lo parecen y, por lo tanto, la gente no se las cree. Es lo que ocurría con los famosos «duros a cuatro pesetas» que el pintor Santiago Rusiñol ofrecía por las Ramblas de Barcelona y que nadie quería. Esto sucede también hoy en día con algunas ofertas publicitarias veraces y tan buenas que son difíciles de creer.
Y si en un mensaje comercial o publicitario la falta de credibilidad es grave, en un mensaje político puede ser fatal. No hay nada peor que cuando el receptor del mensaje cree que se le está mintiendo, sea verdad o no lo que se le dice. Eso implica inmediatamente una pérdida total de la confianza.
Ya sé que se me puede argumentar que algunos candidatos han ganado sus elecciones con promesas que luego no han cumplido, o incluso con mentiras. Pero pienso que el que gana el poder con engaños tiene su sillón en una base muy frágil, que puede romperse en cualquier momento.
Adlai Stevenson, el político demócrata americano muerto en 1965, acuñó una frase durísima contra los republicanos: «Si ellos dejan de decir mentiras acerca de los demócratas, nosotros dejaremos de decir la verdad acerca de ellos».
Agustín González, catedrático de Filosofía de la Universidad de Barcelona, asegura: «Todas las dictaduras, antes y ahora, tienen algo en común: poner los medios de comunicación –científicos, culturales, económicos, académicos– al servicio de su verdad-mentira. La censura, la prohibición, la persecución, el desprecio son sus medios. Son obsesivas en el control de los medios, como se ha comprobado en las evoluciones sufridas en algunos países árabes, antes, incluso, que el control político-policial. Información y libertad son inseparables de la verdad».
Por otra parte, Sally Costerton, presidenta de la empresa de comunicación Hill & Knowlton en Europa, Oriente Próximo y África, afirma rotundamente: «Olvídense de mentir hoy con Internet. No se pueden decir mentiras. Al final, nosotros estamos ahí para contar la historia sobre su negocio. Buscaremos a las personas con más influencia, el mayor impacto, los mejores resultados, y crearemos discusiones entre los grupos de interés. Pero si ha hecho algo mal, si quiere esconderlo, eso no podremos hacerlo. Hoy, con la web, olvídelo. No puede pretender negar una evidencia que está ahí».
Sin embargo, aunque parezca mentira, no siempre se valora la verdad.
La verdad, como tal, no tiene defensores a ultranza, no parece un atributo que haya que preservar. Muchas culturas, incluso, consideran la mentira como una virtud. La nuestra, sin ir más lejos, la tolera. Pensemos si no en la cigüeña, en Papá Noel, en los Reyes Magos, en el ratoncito Pérez, en las mentiras piadosas…
En cambio, en otras culturas quien utiliza la mentira es expulsado de la sociedad. En el mercado de brillantes de Amberes, por ejemplo, se compran y se venden piezas de gran valor con un simple apretón de manos. Que el brillante corresponda exactamente a las características dadas por el vendedor está garantizado por su palabra, y esta es sagrada.
En Estados Unidos también sorprende, para alguien de cultura europea, que cuando te han de decir que no, lo hacen sin rodeos, directamente. En los hospitales, por ejemplo, te dicen lisa y llanamente: «Tiene usted un cáncer, su probabilidad de sobrevivir es del 17%». Ponen la verdad por delante, sin más.
Podría citar muchos más ejemplos de cómo la verdad se valora de distinta manera según las diferentes culturas.
Uno de ellos podría ser el caso del fútbol. En Sudamérica, por ejemplo, si un delantero no se deja caer en el área contraria cuando un defensa le roza, se considera que le falta picardía, y eso es algo que le puede costar la titularidad en su equipo o en la selección nacional. En Inglaterra, por el contrario, si un delantero se deja caer, es su propio público quien le abuchea. Luego, se puede afirmar que en el fútbol algunos países aprueban la mentira, llamada también engaño o teatro, y otros no la admiten de ninguna manera.
Lo mismo ocurre en las diferentes etnias. En Sri Lanka, los indígenas veddas consideran inconcebible mentir, y en la India las tribus saoras de Madrás, cuando cometen una mala acción, incluso un asesinato, lo confiesan de inmediato, explicando las causas. En cambio, en Nueva Zelanda la mentira es algo honroso entre los maorís si el engañado es un extranjero, y en África Central la palabra «...

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