Tren de ondas
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Tren de ondas

Alfonso Reyes

  1. 83 Seiten
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Tren de ondas

Alfonso Reyes

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Über dieses Buch

El movimiento infinitamente pequeño nunca podrå ser asido por el ojo humano porque la onda de luz que haría falta para alumbrarlo escapa ya de nuestra sensibilidad. En este libro, Alfonso Reyes vuelve al tono poético y analítico, entre descriptivo y epigramåtico, para alumbrar diversos aspectos de la teoría estética o de la vida cotidiana. Apoyado en trozos casi aforísticos de los Ensayos de Montaigne, y su agilidad expresiva, Reyes se dedica a precisar rasgos ingeniosos y singulares acerca de infinidad de actividades culturales, artísticas o convencionales. Así, en su "Nota para el cine", Reyes afirma que el arte es una travesura, y en "La escultura de lo fluido" asegura que el ralentí del cine nos ha familiarizado con la visión o etapas en el flujo de lo sucesivo, mientras que en "Los objetos moscas" medita sobre la irritable tenacidad de algunas cosas para pegårsenos eficazmente y sin remedio. En éste, como en tantos otros de sus libros, a Reyes le fueron creciendo las påginas entre las manos hasta formar una serie continua e ininterrumpida de sacudidas que se propagan permanentemente en "Un tren de ondas".

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Information

TREN DE ONDAS

[1924-1947]

NOTICIA

EDICIONES ANTERIORES

1. Alfonso Reyes || Tren de Ondas || (Dibujo del “tren de ondas”) || (1924-1932) || RĂ­o de Janeiro || 1932, 8Âș, 182 pp.—Oficinas Graphicas Villas Boas. 300 ejemplares.
2. Alfonso Reyes || Calendario || y || Tren de Ondas || MĂ©xico || EdiciĂłn Tezontle || 1945, 8Âș, 211 pp. e Ă­ndice. El “Tren de Ondas” ocupa las pĂĄginas 111 a 211.

I. TODOS LOS SENTIDOS

LOS MERCADOS*

COMO Huxley el viejo, en sus popularizaciones cientĂ­ficas, cuenta las vicisitudes de un trozo de tiza; como los periĂłdicos para los niños cuentan la historia de un vaso de agua, asĂ­ Pierre Hamp —unanimista a su modo— nos hace recorrer todas las fases del esfuerzo acumulado en torno a una copa de champaña. Desde la mañana en que el peĂłn busca trabajo por los viñedos de Francia, hasta la noche en que los lacayos de un club londinense sacan a cuestas, y los acomodan cuidadosamente en sus coches, a dos lores y un alto eclesiĂĄstico que han abusado, como de costumbre, de la bebida.
(Al darse cuenta de que estĂĄn vertiendo el champaña fuera de la copa, han decidido volver a casa. Al llegar al Ă­ndice de refracciĂłn alcohĂłlica, los dextrĂłgiros vierten a la derecha, y los levĂłgiros a la izquierda. De aquĂ­, en las sociedades, graves disensiones polĂ­ticas, oh Swift. “Yo —decĂ­a el general ObregĂłn— tengo que gobernar con la izquierda, porque me han cortado la derecha.”)
Otra vez, Pierre Hamp nos hace seguir, en todas sus jornadas, la inmensa epopeya del mercado marítimo: el transporte del pescado, a través de las complicadísimas redes ferroviarias; su llegada a las grandes Halles de París; las primeras ventas, entre el frío de la madrugada. Gran trepidación de voluntades y de materias. Dorsos agobiados de peso. Juramentos y gritos. Charcos donde se ven las escamas de la pesca o las manchas sanguinolentas de la venatería. Carros cargados con enormes masas cabeceantes desfilan, entre la niebla azul, tirados por gigantescas caballerías normandas, por peludos percherones de joroba en el cuello.
Las guías aconsejan una visita a los mercados. Pero ha de ser a la madrugada. De preferencia, a la vuelta de un baile de måscaras, vestidos de frac y acompañados de damas hechas todas plumas, epidermis y sedas, para que la escama viscosa y el salivazo de sangre, para que el sudor y la palabrota cobren toda su implacable eficacia; después de la sopa caliente y el trago de Roederer de los trasnochados de Montmartre (Mons Martirium).
1924
Peusse-je ne me servir que de ceux qui servent aux hales Ă  Paris (I, xxvi).

PADRE AMATEUR

ExplicaciĂłn: el padre profesional se preocupa por su hijo, se amarga la vida y se la amarga a su hijo. El padre amateur goza de su hijo, y lo hace feliz.
HAY DÍAS en que mi hijo estĂĄ como inspirado. Crece sobre mĂ­, y yo le pertenezco y lo sigo: —un tono voluntarioso, con mucho de mala educaciĂłn, pero tambiĂ©n con algo de certeza divina. He querido hoy mostrarle la posada de mala muerte, la cuadra en que Artagnan dejĂł casi reventada su jaca y, mudando cabalgadura, saliĂł otra vez a todo correr, arrancando chispas de las piedras. He querido ser su cicerone —¡y es Ă©l quien me guĂ­a!
La Posada del CompĂĄs de Oro se encuentra en la Rue de Montorgueil, junto a los mercados. Conserva su aire novelesco, sucio, despeinado, viejo-ParĂ­s. Hombres con zuecos almohazan caballos de doble alzada. Los Ășltimos coches de alquiler se refugian por los rincones. MĂ­rase algĂșn auriga de charolada chistera, que rebrilla con la humedad. El patio es una llaga gris en el corazĂłn de una manzana de viejas casas. Y esas ventanitas de otros tiempos, tan inesperadas, por donde parece que nos espĂ­an.
—De modo —observa mi hijo— que, cuando Carlos saltó sobre su caballo

—¿Carlos?
—¡Sí hombre, Carlos! —me dice con una impaciencia ya de erudito—: Artagnan se llamaba Carlos.
Y el bibliotecario que hay en mi corazĂłn agradece, embobado, esta bofetada filial.
De allĂ­, mi hijo me arrastra hacia la fonda, a pocos pasos, porque ha llegado la hora de almorzar. Un vistoso caracol dorado alarga los cuernos sobre la enseña, que dice: “À l’Escargot”. Lugar conocido de prudentes, frecuentado de gente sabia. En la vidriera, unos caracoles; y unos letreros humorĂ­sticos que abren el apetito: “Caracoles criados con biberĂłn”.
Mi hijo es quien ordena la minuta, ante mi admiraciĂłn y mi Ă©xtasis:
—Caracoles, sopa de cebolla, venado con purĂ© de castañas, soufflĂ© al kummel.
Y yo añado con timidez:
—Y media Corton, cosecha del 15.
Los caracoles tardan, ellos saben lo que hacen. Desde la cocina nos llega ese ruido peculiar, como de castañuelas de España. Y mi hijo formula su impaciencia en manera de refrĂĄn ĂĄrabe. Dice el refrĂĄn: “Oigo el ruido de la aceña, pero no veo la harina”. Y mi hijo:
—Los oigo aplaudir, pero no los veo salir a escena.
Y yo me acuerdo —oh maestro Rivas— de la Ășnica fĂĄbula de Fedro que acertĂ© a aprender en lengua griega: la del hijo del campesino que asaba caracoles y los oĂ­a chirriar: ÂĄOh, kĂĄkista zĂłoa! ÂĄOh, perversos animalitos que cantan, como el incendiario fraudulento, mientras sus casas se estĂĄn quemando!
1924
Et, si nous avions Ă  craindre cela, puis que l’ordre des choses porte qu’ils ne peuvent, Ă  dire veritĂ©, estre ny vivre qu’aux despens de nostre estre et de nostre vie, nous ne devions pas nous mesler d’estre pĂšres (II, viii).

APARECE RUBÉN DARÍO*

EL PEQUEÑO salĂłn del “Jockey” chirriaba como una matraca; zumbaba como uno de esos tamborcitos de cartĂłn, atados a una cuerda, que los niños hacen girar, imitando el ronrĂłn del mosco. —Caja de sombreros, llena por dentro de papeles y cintas; tan bajo el techo, que nos aplasta las ideas, como la tapa suele aplastar la aigrette—. HabĂ­a rebuznos de zambomba.
Los letreros en inglĂ©s, tomados del viaje de Wilde por el oeste y sur de los Estados Unidos, hĂșmedos de mĂșsica, sanguijueleaban por los muros. Afuera, las bohardillas estaban tan untadas de luna.
Kisling había entrado, repartiendo puñetazos, puñetazos de arreglo fåcil, como tratados y contratados de antemano entre el agresor y la víctima.
Kikí cantaba sus tonadas de marinero con una dulzura religiosa y sencilla, que contrastaba con la crudeza de la letra —hecha toda como de carne, de ajo y de cebolla. Por el pico de la cara, se le iba la electricidad de los ojos, esos ojos de cohete volteador que sólo ella tiene.
EstĂĄbamos todos tan untados de luna, a pesar del techo.
Fue entonces cuando apareciĂł —evocado por las manos abiertas de las copas, sobre las mesitas redondas, espiritistas, de patas magnĂ©ticas e inquietas— RubĂ©n DarĂ­o.
ApareciĂł, gigante blando, grande almohada fofa, tan familiar como si viviera todavĂ­a. EntrĂł pesadamente, apartando a las apretadas parejas con el obstĂĄculo de sus versos. Se hacĂ­a visible o invisible, segĂșn que se quitara o se pusiera el gabĂĄn.
Pero cuando al fin se sentĂł y volviĂł la cara, todos tuvimos miedo a la muerte: —traĂ­a las mejillas de trapo y tenĂ­a los ojos al revĂ©s.
1925
Advenu ou non advenu, Ă  Paris ou Ă  Rome, Ă  Jean ou Ă  Pierre, c’est tousjours un tour de l’humaine capacité  (I, xxi).

CON LA VIUDA*

ENTRE ParĂ­s y Saint-Cloud, los ĂĄrboles tenĂ­an calzas verdes y frondas de oro y de carbĂłn. Tierra mojada.
Nos abriĂł la puerta una sobrina de Verhaeren, ya madre.
El poeta, en todos los retratos, chorreaba bigotes melancĂłlicos, y no disimulaba sus ojos de perro-nazareno.
La viuda, que perdió la fuerza de las piernas desde la muerte del poeta, se levanta un poco, apoyada en el borde de la mesa como esos muñecos que no pueden tenerse en pie.
La sobrina se ha estado divirtiendo en hacer beber a un viejo pintor belga, blanco y rojo, cabellera y corbata. Y el viejo me habla hasta de AnĂĄhuac.
Y un reflector invertido, taza de luz secreta, deja oscuros los rostros y va a hacer brillar, arriba, un techo de plata.
. . . . .
Al regreso, la tierra y los lagos del bosque humean en la luna, y los faros de los automĂłviles van cogiendo, como inmensas redes de aire, esos monstruos y animales de aire que andan en el aire.
1925

 pour rendre une veuĂ« plaisante, il ne faut pas qu’elle soit perduĂ« et escartĂ©e dans le vague de l’air
 (I, iv).

MATRÍCULA 89*

COSAS y personas de una edad, contemporĂĄneas ni en saber ni en gobierno, algunas conozco.
El poncho que todavĂ­a tiendo de sobrecama vino a casa cuando yo nacĂ­, y ha sido objeto mĂ­o desde entonces. Acompaña mis fortunas y viajes. Tan raĂ­do se va quedando. Tan calvo estĂĄ como yo mismo —y de igual humor. Suele servirme contra el frĂ­o de las excursiones en auto. Me hace de cama rĂșstica o de mantel improvisado en el campo. Tiene un color de tigre, dorado y enrojecido a fuego. Lo veo como parte de mi epidermis, cĂłnyuge de mis costumbres. Ni lo quiero ni lo aborrezco: no lo siento ya. Se prepara a morir conmigo, y asĂ­ acelera solĂ­citamente su ruina; porque los hombres nos quemamos mĂĄs de prisa que nuestras mantas. En Ă©l he escondido intentos y pecados. Por Ă©l se dijo: “Debajo de mi manto, al Rey mato”. Él es mi capa de que hago, cuando quiero, un sayo. Él es mi capa que todo lo tapa. Él es todo lo que dicen de Ă©l los refranes. Y hasta se llama “Poncho”, como yo mismo en el diminutivo de mi tierra natal.
Asegura Jean Gir...

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APA 6 Citation

Reyes, A. (2018). Tren de ondas ([edition unavailable]). Fondo de Cultura EconĂłmica. Retrieved from https://www.perlego.com/book/1987410/tren-de-ondas-pdf (Original work published 2018)

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Reyes, Alfonso. (2018) 2018. Tren de Ondas. [Edition unavailable]. Fondo de Cultura EconĂłmica. https://www.perlego.com/book/1987410/tren-de-ondas-pdf.

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Reyes, A. (2018) Tren de ondas. [edition unavailable]. Fondo de Cultura EconĂłmica. Available at: https://www.perlego.com/book/1987410/tren-de-ondas-pdf (Accessed: 15 October 2022).

MLA 7 Citation

Reyes, Alfonso. Tren de Ondas. [edition unavailable]. Fondo de Cultura EconĂłmica, 2018. Web. 15 Oct. 2022.