TREN DE ONDAS
[1924-1947]
NOTICIA
EDICIONES ANTERIORES
1. Alfonso Reyes || Tren de Ondas || (Dibujo del âtren de ondasâ) || (1924-1932) || RĂo de Janeiro || 1932, 8Âș, 182 pp.âOficinas Graphicas Villas Boas. 300 ejemplares.
2. Alfonso Reyes || Calendario || y || Tren de Ondas || MĂ©xico || EdiciĂłn Tezontle || 1945, 8Âș, 211 pp. e Ăndice. El âTren de Ondasâ ocupa las pĂĄginas 111 a 211.
I. TODOS LOS SENTIDOS
LOS MERCADOS*
COMO Huxley el viejo, en sus popularizaciones cientĂficas, cuenta las vicisitudes de un trozo de tiza; como los periĂłdicos para los niños cuentan la historia de un vaso de agua, asĂ Pierre Hamp âunanimista a su modoâ nos hace recorrer todas las fases del esfuerzo acumulado en torno a una copa de champaña. Desde la mañana en que el peĂłn busca trabajo por los viñedos de Francia, hasta la noche en que los lacayos de un club londinense sacan a cuestas, y los acomodan cuidadosamente en sus coches, a dos lores y un alto eclesiĂĄstico que han abusado, como de costumbre, de la bebida.
(Al darse cuenta de que estĂĄn vertiendo el champaña fuera de la copa, han decidido volver a casa. Al llegar al Ăndice de refracciĂłn alcohĂłlica, los dextrĂłgiros vierten a la derecha, y los levĂłgiros a la izquierda. De aquĂ, en las sociedades, graves disensiones polĂticas, oh Swift. âYo âdecĂa el general ObregĂłnâ tengo que gobernar con la izquierda, porque me han cortado la derecha.â)
Otra vez, Pierre Hamp nos hace seguir, en todas sus jornadas, la inmensa epopeya del mercado marĂtimo: el transporte del pescado, a travĂ©s de las complicadĂsimas redes ferroviarias; su llegada a las grandes Halles de ParĂs; las primeras ventas, entre el frĂo de la madrugada. Gran trepidaciĂłn de voluntades y de materias. Dorsos agobiados de peso. Juramentos y gritos. Charcos donde se ven las escamas de la pesca o las manchas sanguinolentas de la venaterĂa. Carros cargados con enormes masas cabeceantes desfilan, entre la niebla azul, tirados por gigantescas caballerĂas normandas, por peludos percherones de joroba en el cuello.
Las guĂas aconsejan una visita a los mercados. Pero ha de ser a la madrugada. De preferencia, a la vuelta de un baile de mĂĄscaras, vestidos de frac y acompañados de damas hechas todas plumas, epidermis y sedas, para que la escama viscosa y el salivazo de sangre, para que el sudor y la palabrota cobren toda su implacable eficacia; despuĂ©s de la sopa caliente y el trago de Roederer de los trasnochados de Montmartre (Mons Martirium).
1924
Peusse-je ne me servir que de ceux qui servent aux hales Ă Paris (I, xxvi).
PADRE AMATEUR
ExplicaciĂłn: el padre profesional se preocupa por su hijo, se amarga la vida y se la amarga a su hijo. El padre amateur goza de su hijo, y lo hace feliz.
HAY DĂAS en que mi hijo estĂĄ como inspirado. Crece sobre mĂ, y yo le pertenezco y lo sigo: âun tono voluntarioso, con mucho de mala educaciĂłn, pero tambiĂ©n con algo de certeza divina. He querido hoy mostrarle la posada de mala muerte, la cuadra en que Artagnan dejĂł casi reventada su jaca y, mudando cabalgadura, saliĂł otra vez a todo correr, arrancando chispas de las piedras. He querido ser su cicerone âÂĄy es Ă©l quien me guĂa!
La Posada del CompĂĄs de Oro se encuentra en la Rue de Montorgueil, junto a los mercados. Conserva su aire novelesco, sucio, despeinado, viejo-ParĂs. Hombres con zuecos almohazan caballos de doble alzada. Los Ășltimos coches de alquiler se refugian por los rincones. MĂrase algĂșn auriga de charolada chistera, que rebrilla con la humedad. El patio es una llaga gris en el corazĂłn de una manzana de viejas casas. Y esas ventanitas de otros tiempos, tan inesperadas, por donde parece que nos espĂan.
âDe modo âobserva mi hijoâ que, cuando Carlos saltĂł sobre su caballoâŠ
âÂżCarlos?
âÂĄSĂ hombre, Carlos! âme dice con una impaciencia ya de eruditoâ: Artagnan se llamaba Carlos.
Y el bibliotecario que hay en mi corazĂłn agradece, embobado, esta bofetada filial.
De allĂ, mi hijo me arrastra hacia la fonda, a pocos pasos, porque ha llegado la hora de almorzar. Un vistoso caracol dorado alarga los cuernos sobre la enseña, que dice: âĂ lâEscargotâ. Lugar conocido de prudentes, frecuentado de gente sabia. En la vidriera, unos caracoles; y unos letreros humorĂsticos que abren el apetito: âCaracoles criados con biberĂłnâ.
Mi hijo es quien ordena la minuta, ante mi admiraciĂłn y mi Ă©xtasis:
âCaracoles, sopa de cebolla, venado con purĂ© de castañas, soufflĂ© al kummel.
Y yo añado con timidez:
âY media Corton, cosecha del 15.
Los caracoles tardan, ellos saben lo que hacen. Desde la cocina nos llega ese ruido peculiar, como de castañuelas de España. Y mi hijo formula su impaciencia en manera de refrĂĄn ĂĄrabe. Dice el refrĂĄn: âOigo el ruido de la aceña, pero no veo la harinaâ. Y mi hijo:
âLos oigo aplaudir, pero no los veo salir a escena.
Y yo me acuerdo âoh maestro Rivasâ de la Ășnica fĂĄbula de Fedro que acertĂ© a aprender en lengua griega: la del hijo del campesino que asaba caracoles y los oĂa chirriar: ÂĄOh, kĂĄkista zĂłoa! ÂĄOh, perversos animalitos que cantan, como el incendiario fraudulento, mientras sus casas se estĂĄn quemando!
1924
Et, si nous avions Ă craindre cela, puis que lâordre des choses porte quâils ne peuvent, Ă dire veritĂ©, estre ny vivre quâaux despens de nostre estre et de nostre vie, nous ne devions pas nous mesler dâestre pĂšres (II, viii).
APARECE RUBĂN DARĂO*
EL PEQUEĂO salĂłn del âJockeyâ chirriaba como una matraca; zumbaba como uno de esos tamborcitos de cartĂłn, atados a una cuerda, que los niños hacen girar, imitando el ronrĂłn del mosco. âCaja de sombreros, llena por dentro de papeles y cintas; tan bajo el techo, que nos aplasta las ideas, como la tapa suele aplastar la aigretteâ. HabĂa rebuznos de zambomba.
Los letreros en inglĂ©s, tomados del viaje de Wilde por el oeste y sur de los Estados Unidos, hĂșmedos de mĂșsica, sanguijueleaban por los muros. Afuera, las bohardillas estaban tan untadas de luna.
Kisling habĂa entrado, repartiendo puñetazos, puñetazos de arreglo fĂĄcil, como tratados y contratados de antemano entre el agresor y la vĂctima.
KikĂ cantaba sus tonadas de marinero con una dulzura religiosa y sencilla, que contrastaba con la crudeza de la letra âhecha toda como de carne, de ajo y de cebolla. Por el pico de la cara, se le iba la electricidad de los ojos, esos ojos de cohete volteador que sĂłlo ella tiene.
EstĂĄbamos todos tan untados de luna, a pesar del techo.
Fue entonces cuando apareciĂł âevocado por las manos abiertas de las copas, sobre las mesitas redondas, espiritistas, de patas magnĂ©ticas e inquietasâ RubĂ©n DarĂo.
ApareciĂł, gigante blando, grande almohada fofa, tan familiar como si viviera todavĂa. EntrĂł pesadamente, apartando a las apretadas parejas con el obstĂĄculo de sus versos. Se hacĂa visible o invisible, segĂșn que se quitara o se pusiera el gabĂĄn.
Pero cuando al fin se sentĂł y volviĂł la cara, todos tuvimos miedo a la muerte: âtraĂa las mejillas de trapo y tenĂa los ojos al revĂ©s.
1925
Advenu ou non advenu, Ă Paris ou Ă Rome, Ă Jean ou Ă Pierre, câest tousjours un tour de lâhumaine capacité⊠(I, xxi).
CON LA VIUDA*
ENTRE ParĂs y Saint-Cloud, los ĂĄrboles tenĂan calzas verdes y frondas de oro y de carbĂłn. Tierra mojada.
Nos abriĂł la puerta una sobrina de Verhaeren, ya madre.
El poeta, en todos los retratos, chorreaba bigotes melancĂłlicos, y no disimulaba sus ojos de perro-nazareno.
La viuda, que perdió la fuerza de las piernas desde la muerte del poeta, se levanta un poco, apoyada en el borde de la mesa como esos muñecos que no pueden tenerse en pie.
La sobrina se ha estado divirtiendo en hacer beber a un viejo pintor belga, blanco y rojo, cabellera y corbata. Y el viejo me habla hasta de AnĂĄhuac.
Y un reflector invertido, taza de luz secreta, deja oscuros los rostros y va a hacer brillar, arriba, un techo de plata.
. . . . .
Al regreso, la tierra y los lagos del bosque humean en la luna, y los faros de los automĂłviles van cogiendo, como inmensas redes de aire, esos monstruos y animales de aire que andan en el aire.
1925
⊠pour rendre une veuĂ« plaisante, il ne faut pas quâelle soit perduĂ« et escartĂ©e dans le vague de lâair⊠(I, iv).
MATRĂCULA 89*
COSAS y personas de una edad, contemporĂĄneas ni en saber ni en gobierno, algunas conozco.
El poncho que todavĂa tiendo de sobrecama vino a casa cuando yo nacĂ, y ha sido objeto mĂo desde entonces. Acompaña mis fortunas y viajes. Tan raĂdo se va quedando. Tan calvo estĂĄ como yo mismo ây de igual humor. Suele servirme contra el frĂo de las excursiones en auto. Me hace de cama rĂșstica o de mantel improvisado en el campo. Tiene un color de tigre, dorado y enrojecido a fuego. Lo veo como parte de mi epidermis, cĂłnyuge de mis costumbres. Ni lo quiero ni lo aborrezco: no lo siento ya. Se prepara a morir conmigo, y asĂ acelera solĂcitamente su ruina; porque los hombres nos quemamos mĂĄs de prisa que nuestras mantas. En Ă©l he escondido intentos y pecados. Por Ă©l se dijo: âDebajo de mi manto, al Rey matoâ. Ăl es mi capa de que hago, cuando quiero, un sayo. Ăl es mi capa que todo lo tapa. Ăl es todo lo que dicen de Ă©l los refranes. Y hasta se llama âPonchoâ, como yo mismo en el diminutivo de mi tierra natal.
Asegura Jean Gir...