Utopía
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Tomás Moro, Agustín Millares Carlo

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Utopía

Tomás Moro, Agustín Millares Carlo

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Tomás Moro elabora una reflexión sobre las condiciones sociales de la Inglaterra del siglo XVI valiéndose de su enorme talento literario. Las implicaciones y las condiciones de una ficticia sociedad perfecta le permitieron identificar los aspectos negativos de su entorno. Su crítica hacia la organización socio-política de toda Europa hizo tanto eco, que volvió a Utopía uno de los textos más destacados de su siglo y de la historia de la humanidad. Su relevancia, más allá del aspecto intelectual y crítico, consiste en su testimonio de la evolución del pensamiento sociológico moderno.

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UTOPÍA

DE TOMÁS MORO
A PEDRO EGIDIO

AVERGÜÉNZOME, queridísimo Pedro Egidio, de enviarte, casi al cabo de un año, este librito acerca de la República Utópica, que no dudo esperabas hace mes y medio, pues sabías que, al escribirlo, no tenía que realizar ningún esfuerzo de invención, ni discurrir nada tocante a su estructura, sino limitarme a narrar lo que, juntamente contigo, oí contar a Rafael; tampoco había nada que hacer en cuanto al estilo, puesto que las palabras de su discurso improvisado, espontáneo y propio además de un hombre que, como sabes, es igualmente conocedor del latín que del griego, no pudieron ser rebuscadas, y porque cuanto más se aproximase mi relato a su descuidada sencillez, tanto más cerca había de estar de la verdad, única preocupación que en esta materia debo tener y tengo.
Confieso, amigo Pedro, que, con tantas facilidades, veíame de tal modo aligerado de trabajo, que apenas me ha quedado nada por hacer. De no haber sido así, la invención y disposición del asunto habría podido exigir de una inteligencia, ni pequeña ni indocta, no poco tiempo y esfuerzo. Pues si hubiese sido necesario tratar la materia, no sólo con exactitud, sino también con elocuencia, no habría podido yo lograrlo, por mucho tiempo y trabajo que a ello hubiera dedicado. Mas, libre ya de una preocupación que me hubiese costado no pocos sudores, todo se reducía a relatar sencillamente lo escuchado, cuestión, en realidad, de poca monta. Pero mis restantes ocupaciones apenas si me dejaban tiempo para dedicarme a tan reducido trabajo. Mientras asiduamente defiendo unas causas forenses, oigo otras, defino éstas como árbitro y dirimo aquéllas como juez; mientras visito a éste en cumplimiento de mi deber y a aquél por razones de amistad; mientras consagro a los otros en el foro casi todo el día y el resto a los míos, sólo me reservo para mí, es decir, para las letras, lo demás, que es nada. Al volver a casa, en efecto, he de hablar con mi mujer, charlar con los hijos, dialogar con los criados, cosas todas que incluyo entre las obligaciones, ya que es necesario hacerlas si no se quiere ser un extraño en la propia casa. Hay que procurar además mostrarse lo más agradable posible con aquellos a quienes la naturaleza, el azar o la propia elección hicieron nuestros compañeros, siempre y cuando la familiaridad no les corrompa, ni se transformen, con la indulgencia, los criados en señores. En todo lo que he dicho se pasan los días, los meses, los años. ¿Cuándo, entonces, escribir? Pues aún no te he hablado del sueño ni de la comida, que a muchos les quita no menos tiempo que el sueño mismo, consumidor casi de la mitad de la vida.
Por lo que a mí respecta, sólo dispongo del tiempo que robo al sueño y a la comida, que, aunque exiguo, me ha permitido terminar lentamente y enviarte, amigo Pedro, esta Utopía para que la leas y me adviertas si algo se me ha pasado por alto. Pues aunque en esto no desconfío de mí totalmente (y ojalá que así como pocas veces me falla la memoria, me distinguiese yo por mi talento y mi ciencia), no va mi confianza hasta el extremo de creer que no haya podido saltárseme alguna cosa.
Digo esto porque mi paje Juan Clemente que, como sabes, estaba con nosotros (pues no le permito ausentarse de aquellas conversaciones de las que pueda resultarle alguna utilidad, ya que de esta planta que comienza a florecer en las letras griegas y latinas espero algún día excelentes frutos), me ha sumido en una gran duda. Tratándose de que, a lo que recuerdo, Hitlodeo nos contó que el famoso puente amaurótico, tendido sobre el río Anidro, tiene quinientos pasos de longitud, y mi Juan, en cambio, afirma que hay que sustraer doscientos a esta cantidad, pues la anchura del río no es, en esa parte, superior a trescientos. Te ruego que hagas memoria del asunto, ya que si tu opinión coincide con la suya, yo la suscribiré y creeré que me he equivocado. Si tú no lo recuerdas, dejaré las cosas, según lo he hecho, tal como yo mismo creo recordarlas, pues así como procuraré que no haya en mi libro ninguna falsedad, prefiero narrar una mentira, a mentir, y ser tenido por hombre de bien, que por sabio.
Por otra parte, no creo difícil poner remedio a esa duda si la consultares con el propio Rafael, en persona o por escrito, lo cual es necesario que hagas además por otro escrúpulo que me asalta, no sé si por culpa mía, tuya o de Rafael mismo. Se trata de que ni a nosotros se nos ocurrió preguntarle ni a él decirnos en qué parte de aquel mundo nuevo está situada Utopía. Dinero daría yo por que no se hubiese omitido este detalle, ya porque me avergüenza ignorar en qué mar se halla la isla acerca de la cual he de contar tantas cosas, ya porque hay entre nosotros dos personas, especialmente una de ellas, varón piadoso y teólogo de profesión, que arde en deseos de trasladarse a Utopía, no por el placer inane y curioso de conocer cosas nuevas, sino con el designio de fomentar y aumentar nuestra religión, allí felizmente iniciada. Y para hacerlo debidamente decidió procurar de antemano que el Papa le enviase allá, nombrándole obispo de Utopía, sin que le cohibiese el escrúpulo (tratándose de un deseo nacido, no de vanidad ni motivos de lucro, sino de consideraciones de piedad) de que esta dignidad hubiera de ser solicitada por él.
Ruégote pues, Pedro amigo, que, en persona si puedes hacerlo fácilmente, o por escrito, te dirijas a Hitlodeo y consigas así que nada haya en mi obra de falso ni se eche de menos de verdadero. No sé si sería mejor que le mostrases el libro mismo, pues nadie más capacitado para corregir sus inexactitudes, lo cual no podrá hacer sino leyendo lo que he escrito. Obrando así podrás darte cuenta de si recibe con agrado o lleva a mal el que yo haya escrito esta obra, pues caso de haber resuelto confiar al papel sus trabajos, no querrá que yo lo haga, ni yo quisiera, en verdad, que esta república de los utópicos, al ser divulgada por mí, viniese a arrebatarle a la historia de nuestro amigo la flor y la gracia de la novedad.
A decir verdad, aún no estoy completamente decidido a publicarla, tan diversos son los paladares de los hombres, caprichosas las inteligencias de algunos, ingratos los espíritus y desagradables los juicios, que parecen avenirse mejor con quienes, alegres y reidores, se abandonan a su propio instinto, que con los que sienten la preocupación de producir algo que pueda ser útil y agradable a esos mismos seres, desdeñosos o desagradecidos. Muchos ignoran la literatura, otros muchos la desprecian; el bárbaro rechaza como duro todo lo que no sea absolutamente bárbaro; los “sabelotodo” desprecian por trivial cuanto no aparezca sembrado de vocablos insólitos. Algunos sólo gustan de lo antiguo, muchos únicamente de lo suyo. Aquél es tan adusto que no admite broma alguna; éste tan romo que no tolera las agudezas. Tan necios son algunos que huyen de cualquier chanza como del agua el mordido por un perro rabioso. Otros tan versátiles, que sentados aplauden una cosa y otra estando en pie. Otros, mientras beben cómodamente en las tabernas, juzgan del talento de los escritores, y con gran autoridad condenan lo que les parece, tirándoles de sus escritos como de los pelos y quedándose por su parte muy tranquilos y fuera de tiro, como suele decirse, pues están calvos y absolutamente rapados que no tienen siquiera un pelo de hombre bueno por donde se les pueda agarrar. Hay por fin otros tan desagradecidos que, aunque se deleitan sin tasa con una obra, no por ello aprecian a su autor, como esos huéspedes ingratos que, agasajados magníficamente con opíparo banquete, se marchan, hartos, sin dar las gracias al que los ha invitado. ¡Ve ahora y prepárales a tu costa manjares a hombres de tan delicado paladar, de gustos tan variados, tan recordadores y agradecidos!
No obstante, amigo Pedro, haz lo que te he dicho acerca de Hitlodeo; más tarde habrá ocasión para tratar de nuevo e íntegramente este asunto. Por más que si hubiéramos de atenernos a su voluntad, ya sería tarde, puesto que mi obra está terminada. Por lo que respecta a la publicación, seguiré el consejo de los amigos y, en primer lugar, el tuyo.
Que goces de salud, dulcísimo Pedro Egidio, con tu excelente esposa, y ámame como sueles, ya que yo te amo también más de lo que acostumbro.

LIBRO PRIMERO

DISCURSO PRONUNCIADO POR
RAFAEL HITLODEO, ILUSTRE VARÓN,
ACERCA DEL MEJOR ESTADO DE LA REPÚBLICA

EXISTIENDO entre el invictísimo Enrique, rey de Inglaterra, octavo de este nombre, adornado con todas las virtudes de un príncipe egregio, y el serenísimo Carlos, príncipe de Castilla, desavenencias de gran importancia, fui enviado por el primero como embajador a Flandes para allanarlas y resolverlas, como compañero y colega del incomparable Cudberto Tunstall, a quien el rey, con gran beneplácito de todos, acababa de poner al frente de los sagrados archivos. Nada diré aquí en elogio suyo, no por temor a que nuestra amistad se estime como testigo poco sincero, sino porque su virtud y su ciencia son superiores a cuanto yo podría proclamar, ya que es tan ilustre y conocido por doquier que el hacerlo sería tanto como pretender, según dicen, alumbrar al sol con una linterna. Encontrándose con nosotros en Brujas, según lo convenido, los comisionados del Príncipe, todos hombres ilustres, entre los cuales estaba el prefecto de Brujas, varón magnífico, jefe y cabeza de la embajada, aunque su voz y alma era Jorge Tensicio, gobernador de Cassel, cuya elocuencia era tanto fruto del arte como de la naturaleza, gran jurisconsulto y eximio maestro por su talento y gran experiencia en tales lides.
Celebradas dos entrevistas sin llegar a un acuerdo en algunos puntos, despidiéronse de nosotros y se marcharon a Bruselas a fin de conocer la opinión del príncipe. Entretanto yo, aprovechando la ocasión, me dirigí a Amberes. Estando allí, visitáronme con frecuencia algunas personas, mas ninguna tan agradable como Pedro Egidio, natural de Amberes, varón íntegro, tenido entre los suyos en lugar honroso, y digno de uno más honroso todavía, pues dudo que exista otro joven más sabio y ordenado: inmejorable, muy letrado, de ingenuo carácter para con todos y de un corazón tan inclinado hacia los amigos, con amor, fidelidad y afecto tan sinceros, que sería difícil encontrar en parte alguna quien pudiera comparársele en amistad, bajo ningún aspecto. Rara es su modestia; nadie más desprovisto de afectación, ni adornado de una sencillez más inteligente. Tan ingenioso de palabra, además, y tan inofensivamente agudo, que con su agradabilísimo trato y embelesadora conversación llegó a hacerme llevadera la ausencia de la patria, del hogar, de la esposa y de los hijos, por más que me devoraba la ansiedad de volverlos a ver después de cuatro meses que faltaba de casa.
Cierto día, después de oír misa en el templo de la virgen María, bellísimo por su arquitectura y muy visitado por el pueblo, disponíame a volver a mi posada, cuando lo vi, casualmente, hablando con un hombre ya cercano a la ancianidad, de semblante severo, larga barba y capa echada con negligencia sobre los hombros, el cual, por el rostro y el aspecto, me pareció un marino. Así que Pedro me vio, vino a saludarme y, cuando me disponía a corresponderle, me apartó un poco y me dijo, señalándome a aquel con quien le había visto hablar:
—¿Ves a ése? Pues ya me disponía a llevarlo directamente a tu casa.
—Con mucho gusto —contesté— lo habría acogido como cosa tuya.
—Si le conocieras —replicome— dirías que por él mismo, pues no hay nadie entre los mortales que pueda contarte tantas historias de hombres y tierras desconocidas, cuestiones que, me consta, escuchas siempre con gran interés.
—Entonces —dije— no me he equivocado, pues a primera vista comprendí que se trataba de un marino.
—Muy al contrario —respondió—; te equivocaste de medio a medio; ese hombre ha navegado, en efecto, pero no como Palinuro, sino como Ulises, o, mejor aún, como Platón. Rafael, que así se llama, y cuyo apellido es Hitlodeo, conoce la lengua latina y es doctísimo en la griega, por haberse consagrado con preferencia a esta última, dada su inclinación a la filosofía, disciplina en la cual comprendió que los romanos no produjeron obras de importancia, fuera de algunas de Séneca y de Cicerón; dejó a sus hermanos el patrimonio que tenía en su patria, Portugal, y en su deseo de conocer nuevas tierras, juntose a Américo Vespucio, del que fue compañero inseparable en los tres últimos de los cuatro viajes que andan en manos de todos; mas no regresó con él en el postrero, sino que solicitó y obtuvo de Américo, casi por la fuerza, ser uno de los veinticuatro que se quedaron en una ciudadela situada en los confines alcanzados en dicho viaje. Hízolo así, obedeciendo a su temperamento, más preocupado de los viajes que de la última morada, pues como él suele decir “al que no tiene sepultura lo cubre el cielo y por todas partes hay caminos que conducen hasta los dioses”1 palabras que hubiesen podido costarle caras, de no haberle protegido una deidad propicia. Habiendo recorrido, después de la marcha de Vespucio, muchas regiones, con cinco compañeros de fortín, vino a parar, con admirable suerte, a Taprobana y desde aquí a Calicut, donde encontró, muy a punto, unos barcos portugueses que lo condujeron a su patria, cuando ya no lo esperaba.
Di las gracias a Pedro por su amabilidad para conmigo en contarme todo esto y suponer que me sería grato conversar con aquel hombre. Volvime hacia Rafael y después de saludarnos mutuamente con las fórmulas que suelen emplear las personas que se encuentran por primera vez, nos encaminamos a mi casa, y nos pusimos a charlar en el jardín, sentados en un banco cubierto de verde césped.
Contonos Rafael cómo, después de la marcha de Vespucio, él y los compañeros que habían permanecido en el fortín comenzaron a insinuarse poco a poco, por medio de conversaciones y halagos, con los habitantes de aquella tierra, a sentirse entre ellos, no sólo sin peligro, sino como entre amigos y a hacerse agradables y queridos de cierto príncipe cuya patria y nombre no recuerdo. Nos refirió de qué modo, gracias a la generosidad de éste, lograron él y sus cinco compañeros víveres y medios para continuar el viaje (en canoas por agua y por tierra en un carro) y, además, un segurísimo guía que los condujese, amistosamente recomendados, junto a otros príncipes. Díjonos también que, después de una expedición de muchos días, encontraron fortalezas, ciudades y repúblicas admirablemente gobernadas y con gran número de habitantes; que por debajo de la línea del Ecuador y a ambos de sus lados, casi en cuanto espacio abarca la órbita solar, existen enormes desiertos abrasados por un calor perpetuo. Sólo hay allí aridez; triste es la faz de las cosas; horrible e inculto todo y habitado por fieras, reptiles y hombres no menos fieros y peligrosos que las bestias. Pero que, al seguir avanzando, todo se amansa poco a poco; el clima es menos áspero, el suelo se muestra ablandado por la vegetación, es más suave la condición de los seres, y se encuentran finalmente pueblos, ciudades y fortalezas que mantienen un constante tráfico por tierra y por mar, no solamente entre ellos mismos y sus limítrofes, sino con países lejanos.
Presentóseles, en consecuencia, oportunidad de visitar muchas tierras de una y otra parte, ya que no había barco dispuesto a cualquier viaje que no los admitiera gustosamente a su bordo. Los navíos que vieron en las primeras regiones tenían, según contaba, la quilla plana y velas tejidas de papiros y de mimbres y, en otros lugares, de cuero; encontraron luego quillas puntiagudas y velas de cáñamo y, por último, naves semejantes a las nuestras. Los marinos conocían el mar y el cielo. Refirionos también cómo logró gran predicamento entre ellos por haberles enseñado el uso de la brújula, de la que no tenían antes la menor noticia, razón por la cual sólo tímidamente se habían acostumbrado al mar, sin atreverse a navegar a la ventura más que en el verano, mientras que ahora, confiados en el imán, desprecian las tempestades, más despreocupados que seguros, resultando de aquí el peligro de que un conocimiento que podría considerarse para ellos como un gran bien, venga a convertirse, por su imprudencia, en origen de grandes desgracias.
Sería largo de contar todo lo que Rafael nos refirió como visto en cada uno de aquellos lugares. No es ése tampoco el objeto de mi obra. Tal vez en otra ocasión relataré especialmente lo que sería útil no ignorar, como son, en primer término, las cosas justa y sabiamente dispuestas que advirtió en pueblos que vivían ciudadanamente en algunos sitios. Interrogábamosle nosotros ávidamente sobre aquellos extremos y él nos los exponía muy gustoso, pasando por alto la descripción de los monstruos, que no ofrece novedad alguna, ya que los Escilas, los rapaces Celenos, los Lestigrones devoradores de pueblos y otros terribles y semejantes portentos, casi en ningún sitio dejan de encontrarse, mientras que no es tan fácil hallar ciudadanos gobernados recta y sabiamente. Por otra parte, así como vio entre esos nu...

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