Taller de traducción
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Taller de traducción

Guía práctica y poética para la traducción de libros del inglés al español

Maite Fernández Estañán

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Guía práctica y poética para la traducción de libros del inglés al español

Maite Fernández Estañán

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Las páginas de este libro, según Mariano Antolín Rato, «demuestran gran sensibilidad, atención y tacto en la toma de decisiones lingüísticas e informan y entretienen».

Taller de Traducción está escrito con «una prosa directa que transmite una contagiosa pasión por el acto de traducir», sistematiza los diferentes problemas de traducibilidad que se plantean al traducir del inglés al español y, en concreto, al traducir textos literarios, e incluye numerosos ejemplos. Un texto, producto de la reflexión durante años sobre el oficio y de la experiencia de la autora, que pretende ser útil tanto para estudiantes de traducción como para aquellos traductores que no dejan nunca de aprender.

Pero Taller de traducción es también un viaje a vuelo de pájaro por todo aquello que rodea a la traducción y que puede ayudarnos a entenderla. Disciplinas como la lingüística, los estudios culturales, la palentología, la psicología o la neurociencia están presentes en este libro.

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Segunda parte
La traducción como ejercicio de escritura
Los trasvases retóricos
I. Introducción
En las secciones anteriores hemos visto cuestiones relacionadas con lo que hemos llamado trasvases lingüísticos y trasvases culturales. Aunque las hemos separado por motivos de análisis, es evidente que ambas van unidas. Mayor aún es la ligazón entre esos aspectos y el aspecto retórico, que es de lo que tratan las siguientes páginas. Los elementos retóricos son parte intrínseca de nuestro lenguaje y los encontramos por doquier: en los discursos de los políticos, en los artículos de opinión… pero también en nuestro día a día: cuando contamos chistes recurrimos a menudo a los juegos de palabras, cuando relatamos anécdotas usamos hipérboles y cuando queremos defender nuestras ideas echamos mano de analogías una y otra vez. Por lo general, sin embargo, lo hacemos sin darnos cuenta.
Los textos literarios, en cambio, hacen un uso plenamente consciente de los elementos retóricos, tanto más cuanto más «literaria» es una obra, hasta el punto de que muchas veces el contenido y la forma se unen de manera inseparable de modo que la forma adquiere contenido y el contenido es un contenido especial y único de la forma. Pensemos, por ejemplo, en el famoso capítulo 68 de Rayuela, que empieza diciendo: «Apenas él le amalaba el noema»: palabras inventadas, desprovistas de sentido y, sin embargo, su propia forma, su sonido, su colocación las carga de inmediato. El poeta y ensayista Ralph Waldo Emerson decía de la poesía: «No es la métrica, sino el argumento para utilizar una métrica lo que hace un poema: un pensamiento tan apasionado y vivo que como el espíritu de una planta o un animal tiene una arquitectura propia, y adorna la naturaleza con algo nuevo» [David Lodge (ed.), p. 248].
Pero vayamos a la traducción y pensemos en cómo se reproduce todo el aparato retórico y estético de una obra literaria.
Thomas Bernhard decía de los libros traducidos: «Un libro traducido es como un cadáver mutilado por un coche hasta quedar irreconocible. Se pueden buscar los pedazos pero ya no sirve de nada» (Miguel Sáenz, p. 17).
José Ortega y Gasset era algo menos drástico, pero decía también: «La traducción es un género literario aparte, distinto de los demás, con sus normas y fidelidades propias. Por la sencilla razón de que la traducción no es la obra, sino un camino hacia la obra» (Miguel Sáenz, p. 18).
Y sin embargo, ahí está la literatura universal, que ha dado forma a nuestra cultura. Y entre las obras que más nos han conmocionado en privado seguro que hay muchas de las que lo que hemos leído ha sido su traducción.
Traducimos, se ha traducido siempre, y esos libros traducidos nos han hecho ser lo que somos, por mucho que mantengamos el anhelo de llegar al original. Entre ese cadáver irreconocible de Bernhard, el camino hacia la obra de Ortega y Gasset y la experiencia lectora de una obra que se percibe como original hay una gradación y esa gradación tiene mucho que ver, en cierto modo, con lo que podríamos llamar la «literariedad» de la obra en sí. Y no quiero referirme con ello a que sea más o menos artística, sino al uso que haga del lenguaje, es decir, a la mayor o menor vinculación entre el significado y el significante. Cuanto mayor sea la carga simbólica, emocional o puramente sensual o fónica de las palabras, mayor será la «literariedad» del texto y mayor será, por consiguiente, el alejamiento entre el texto original y el texto traducido, ya que en este, al ser necesariamente distintas las palabras, será difícil, y a veces imposible, que estas posean una carga exactamente igual. En el extremo de lo más literario se encontraría la poesía; en el extremo opuesto, quizá, lo que llamamos literatura de aeropuerto. No obstante, es evidente que la poesía puede ser también cotidiana y visceral, así como la literatura de aeropuerto puede sorprendernos con grandes momentos literarios.
Para velar del mejor modo por la recreación de esa «literariedad», son muchos quienes afirman que el traductor ha de ser también un escritor, tanto si tiene obra propia como si no. Se refieren, por tanto, no a que han de ser capaces de crear sus propios mundos de ficción, sino a que han de dominar los recursos lingüísticos que domina un escritor; es más, no pueden limitarse a dominar un estilo particular, sino que han de desarrollar su destreza para reproducir estilos variados, para escribir un día como lo haría un autor barroco y otro como uno de la generación beat, un día como una escritora victoriana y al siguiente como una feminista recalcitrante y sin pelos en la lengua.
Y es ahí donde surge el gran dilema tradicional: cuando el traductor escritor es quien decide cuándo sacrificar un significado en aras de preservar un efecto literario o cuándo adherirse al significado del original y sacrificar el efecto.
En ese balancín entre lo literal y lo efectista, no ha lugar en todo caso ya para lo que tanto se ha hecho en siglos pasados: modificar el texto, no para salvaguardar el efecto creado por el original, sino simplemente para adaptarse al gusto del lector. Esas traducciones características del siglo XVIII, llamadas les belles infidèles, no tienen ya cabida. Hoy somos más respetuosos, más abiertos a lo nuevo y, además, la facilidad con que cualquier lector puede cotejar la traducción con el texto original obliga a una postura más rigurosa. Aunque quizá, simplemente, el «gusto» de nuestra época pasa por la diversidad, el contraste y el descubrimiento. Cuando hablamos por tanto de despegarse del sentido literal, estaríamos refiriéndonos más bien, en todo caso, a una «infidelidad creadora», como decía Borges.
No veo forma mejor de explicarlo que la del poeta y traductor Jordi Doce [J. Gómez Montero (ed.), pp. 23-24]:
Dos fuerzas contienden sobre la página: por un lado, el respeto a la literalidad semántica; por otro, la propia fuerza orgánica, moldeadora, que la traducción libera desde sus primeros versos, y en la que se inscriben su clave rítmica y tonal, su peculiar diseño de lenguaje […]. De ahí que muchas veces las soluciones finales no sean las más inmediatas ni las que propondría un lector capaz de acceder al sentido literal de los versos. Ello no quiere decir que vulneren esa literalidad, sino que su impulso primero viene de otro sitio, de aquel germen rítmico y tonal que va tendiendo sus zarcillos y ramajes hasta configurar un texto vivo, tensado, pulsátil. Porque el poema ha de estar vivo, crecer con su sangre, dibujar el perímetro resonante de sus propios latidos.
Es un hecho que estos latidos (esta plusvalía de placer estético) solo los perciben quienes están educados o programados para hacerlo. Los demás se atoran en la comparación con el texto original y advierten solo las distancias, las diferencias.
Así es como deberíamos entender ese alejamiento de la traducción palabra por palabra, como un denuedo por mantener la organicidad del texto y trasladar o recrear su belleza.
Entre los libros que he consultado para escribir estas páginas, he encontrado un recorte de El País del 29 de julio de 1995 titulado «El arte de la fidelidad», donde Milan Kundera observa: «Suele decirse: la traducción es como una mujer, o muy fiel o muy hermosa. Es la frase más estúpida que conozco. Porque la traducción es hermosa si es fiel […]. La fidelidad de una traducción no es algo mecánico, exige inventiva y creatividad. La fidelidad en la traducción es un arte».
Así que al traductor literario no le queda otra que ...

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