Encuentros fugaces con el Che Guevara
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Encuentros fugaces con el Che Guevara

Ben Fountain

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Encuentros fugaces con el Che Guevara

Ben Fountain

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Los protagonistas de Encuentros fugaces con el Che Guevara son estadounidenses incautos o bienintencionados que, de paso por Sierra Leona, Colombia o Haití, se ven repentinamente atrapados en la vorágine de las convulsiones políticas o sociales del entorno, con resultados a veces desastrosos, a veces desternillantes. Un ornitólogo secuestrado por la guerrilla colombiana se solidariza con la causa política de sus captores, hasta que repara en cuánto se parece la Revolución a un gran negocio. Una cooperante internacional desencantada hace un pacto fáustico por el que se convierte en contrabandista de diamantes en aras del bien común. La esposa de un oficial de las Fuerzas Especiales ha de enfrentarse a una diosa vudú haitiana con la que su marido mantiene una relación no del todo espiritual. Con un ritmo magistral y un enorme sentido del absurdo, cada uno de los ocho relatos de este libro es una aventura impregnada de esa embriagadora mezcla de tragedia y peligro, emoción y esperanza que caracteriza a las sociedades en trasformación. Primera obra de Ben Fountain, a quien la crítica ha comparado con autores de la talla de Evelyn Waugh y Graham Greene, Encuentros fugaces con el Che Guevara muestra con inteligencia cómo el factor humano sirve de conexión entre mundos aparentemente irreconciliables, convirtiendo lo extraño en familiar y lo familiar en extraño.

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Information

Jahr
2021
ISBN
9788418342561
ÍNDICE
Aves casi extintas de la cordillera central
Rêve Haitien
Los buenos ya están pillados
Tigre asiático
Bouki y la cocaína
La boca del león
Encuentros fugaces con el Che Guevara
Fantasía para once dedos
AVES CASI EXTINTAS DE LA CORDILLERA CENTRAL
«Le ofrecí al comandante la oportunidad de pasear conmigo por la Bolsa
y pareció razonablemente intrigado».
RICHARD GRASSO, presidente de la
Bolsa de Valores de Nueva York;
Bogotá, Colombia, 26 de junio de 1999
Qué va, le insistía Blair a quien le preguntara, ninguna banda de rebeldes extorsionistas que se preciase iba a querer secuestrarlo a él. Era paupérrimo, más pobre aún que los campesinos miserables que picaban las montañas y las reducían a pilas de escoria muerta; John Blair, graduado, siervo auxiliar y aspirante a doctor cuya idea del dinero era un billete de veinte dólares. En caso de que surgieran problemas llevaba cartas de presentación de la Universidad de Duke, el Instituto von Humboldt y el Instituto Geográfico de Bogotá, cuyo director era conocido por tener contactos en el Movimiento Unido de Revolucionarios de Colombia, el MURC, que controlaba amplísimas zonas de las cordilleras del suroeste. Durante tres semanas Blair atravesaría lo que quedaba del bosque nuboso; luego volvería a Duke y rascaría suficientes becas para pasarse el año siguiente en el departamento de Huila, donde pensaba estudiar los efectos de la fragmentación del hábitat en raras especies locales de periquitos.
Podía hacerse; se haría; había que hacerlo. Antes incluso de haber publicado a los diecisiete años «Notas de campo sobre la crianza y la dieta del periquito de Tovi» en Auk, una revista científica, Blair ya era consciente de que proba­blemente la suya fuera la última generación en ver montones de ejemplares de esa especie en la selva, algo que había alentado una urgencia central en su pasión infantil –obsesión, habrían dicho los perplejos padres– por todo tipo de ave. Adelante a toda marcha, pues, y al diablo la política; pero el caso fue que cerca de Popayán lo agarró un grupo en ropa de combate, de una eficiencia brutal, que hizo bajar del bus a todos los animales y la gente. Blair se encorvó, tratando de mezclarse con los compactos indios, pero un gringo alto y flaco con una mochila enorme no se habría delatado más con un turbante en la cabeza.
–Tú –dijo el comandante con una voz impasible–. Te vienes con nosotros.
Blair empezó a explicarle que él era un becario, por lo tanto sin ningún valor en cualquier sentido monetario –había contado con que su formidable habilidad para las lenguas le permitiera sortear cualquier situación–, pero uno de los rebeldes ya había derramado en el camino el contenido de su mochila, entre otras cosas los cuadernos de notas, los prismáticos Zeiss-Jena y la Leica con el teleobjetivo y zoom de 200. Sus posesiones más valiosas; más caras que su coche.
–Es un espía –anunció el rebelde.
–No, no –corrigió educadamente Blair–. Soy ornitólogo. Estudiante.
–Eres un espía –afirmó el comandante hurgoneando las libretas de Blair con la punta del fusil–. En nombre del Secretariado quedas detenido.
Como Blair protestó, le dieron un tremendo castañazo en el estómago, y en ese momento supo que su vida había cambiado. Lo llamaban la merca, la mercancía, y durante los cuatro días siguientes marchó a duras penas por las montañas comiendo arepas frías con sardinas, aguantando interminables bromas sobre pelotones de fusilamiento, aunque gracias al hábito de correr doce kilómetros diarios se mantuvo más entero que los ejecutivos del petróleo y los ingenieros de minas que los rebeldes solían secuestrar. El primer día simplemente agachó la cabeza y anduvo, soportando las penurias solo porque tenía que hacerlo, pero a medida que la columna se internaba más en las montañas empezó a afirmarse en él una sensación de posibilidad, una señal demasiado tenue para llamarla idea. Al este la cordillera estaba abrasada y roída, en ruinas tras décadas de agricultura desesperada. En los pocos, someros restos de selva que subsistían, reinaba un silencio inquietante, pero una vez que cruzaron la frontera de la zona controlada por el MURC, la vegetación se cerró en torno a ellos con la densidad de una cueva. Por la noche Blair detectaba un continuo de succión profunda y gorgoteo, el motor del vasto sistema de aguas del bosque; por la mañana lo despertaban los chillidos del guardabosques gritón; luego las bandadas mixtas empezaban su contrapunto de quejidos, cuchicheos y avisos que daban al bosque el sonido de una obra en construcción. En tres días de camino Blair no dudaba de haber visto catorce de las especies amenazadas de la lista del CITES, así como una Hapalopsittaca extremadamente rara posada en un helecho del tamaño de una miniván. Estaba pasmado, y se lo dijo al joven comandante, que por un momento le echó una mirada amable.
–Sí –contestó–. Para la Revolución la ecología es importante. Como estudioso –le asomó una leve sonrisa, posiblemente irónica– tú podrás valorarlo. Y dio un breve discurso sobre el medio ambiente y cómo la firmeza revolucionaria había expulsado de todas las zonas liberadas a las «mafias» multinacionales de la madera y la minería.
Al cuarto día la columna llegó al campamento base y entró en el complejo fortificado del MURC andando pesadamente bajo un diluvio. Arrastraron a Blair derecho a la Oficina de Quejas y Reclamos, donde estuvo dos horas sentado en un pasillo húmedo mirando afiches de Lenin y el Che, preguntándose si los rebeldes planeaban fusilarlo ese día. Cuando por fin lo llevaron al despacho principal, las primeras palabras del comandante Alberto fueron:
–Tú no tienes pinta de espía.
Sobre el escritorio estaban algunas de las pertenencias de Blair: prismáticos, cámara, mapas y compás, las libretas con los microscópicos garabatos blairianos. Seis o siete subcomandantes estaban sentados a lo largo de la pared mientras Alberto estudiaba a Blair con la calma del que exhala anillos de humo. Parecía un Jerry García del último período en ropa de fajina: un hombre fornido con gafas de montura metálica, bolsas dobles bajo los ojos y una densa mata brillante de pelo grisáceo.
–No soy espía –respondió Blair a su manera grave y telegráfica–. Soy ornitólogo. Estudio aves.
–Claro que si querían espiarnos –continuó Alberto– no iban a mandar a uno con pinta de espía. Así que el hecho de que no parezcas espía me hace pensar que eres un espía.
Blair lo consideró.
–Y si pareciese un espía, ¿qué?
–Pues pensaría que eres espía.
Los subcomandantes farfullaron como borrachos revolcándose en el barro. ¿Entonces era todo una broma, quería saber Blair, o de veras su vida estaba en juego? ¿O las dos cosas, lo cual significaba que probablemente se volviera loco?
–Soy ornitólogo –dijo, con un leve jadeo–. No sé cómo más decírselo, pero es verdad. Vine a estudiar los pájaros.
Alberto torció las mandíbulas; mascó como si estuviera tratando de comerse la lengua.
–...

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