Encuentros fugaces con el Che Guevara
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Encuentros fugaces con el Che Guevara

Ben Fountain

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  1. 244 pages
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Encuentros fugaces con el Che Guevara

Ben Fountain

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Los protagonistas de Encuentros fugaces con el Che Guevara son estadounidenses incautos o bienintencionados que, de paso por Sierra Leona, Colombia o HaitĂ­, se ven repentinamente atrapados en la vorĂĄgine de las convulsiones polĂ­ticas o sociales del entorno, con resultados a veces desastrosos, a veces desternillantes. Un ornitĂłlogo secuestrado por la guerrilla colombiana se solidariza con la causa polĂ­tica de sus captores, hasta que repara en cuĂĄnto se parece la RevoluciĂłn a un gran negocio. Una cooperante internacional desencantada hace un pacto fĂĄustico por el que se convierte en contrabandista de diamantes en aras del bien comĂșn. La esposa de un oficial de las Fuerzas Especiales ha de enfrentarse a una diosa vudĂș haitiana con la que su marido mantiene una relaciĂłn no del todo espiritual. Con un ritmo magistral y un enorme sentido del absurdo, cada uno de los ocho relatos de este libro es una aventura impregnada de esa embriagadora mezcla de tragedia y peligro, emociĂłn y esperanza que caracteriza a las sociedades en trasformaciĂłn. Primera obra de Ben Fountain, a quien la crĂ­tica ha comparado con autores de la talla de Evelyn Waugh y Graham Greene, Encuentros fugaces con el Che Guevara muestra con inteligencia cĂłmo el factor humano sirve de conexiĂłn entre mundos aparentemente irreconciliables, convirtiendo lo extraño en familiar y lo familiar en extraño.

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Informations

Éditeur
Sexto Piso
Année
2021
ISBN
9788418342561
ÍNDICE
Aves casi extintas de la cordillera central
RĂȘve Haitien
Los buenos ya estĂĄn pillados
Tigre asiĂĄtico
Bouki y la cocaĂ­na
La boca del leĂłn
Encuentros fugaces con el Che Guevara
FantasĂ­a para once dedos
AVES CASI EXTINTAS DE LA CORDILLERA CENTRAL
«Le ofrecí al comandante la oportunidad de pasear conmigo por la Bolsa
y pareció razonablemente intrigado».
RICHARD GRASSO, presidente de la
Bolsa de Valores de Nueva York;
BogotĂĄ, Colombia, 26 de junio de 1999
QuĂ© va, le insistĂ­a Blair a quien le preguntara, ninguna banda de rebeldes extorsionistas que se preciase iba a querer secuestrarlo a Ă©l. Era paupĂ©rrimo, mĂĄs pobre aĂșn que los campesinos miserables que picaban las montañas y las reducĂ­an a pilas de escoria muerta; John Blair, graduado, siervo auxiliar y aspirante a doctor cuya idea del dinero era un billete de veinte dĂłlares. En caso de que surgieran problemas llevaba cartas de presentaciĂłn de la Universidad de Duke, el Instituto von Humboldt y el Instituto GeogrĂĄfico de BogotĂĄ, cuyo director era conocido por tener contactos en el Movimiento Unido de Revolucionarios de Colombia, el MURC, que controlaba amplĂ­simas zonas de las cordilleras del suroeste. Durante tres semanas Blair atravesarĂ­a lo que quedaba del bosque nuboso; luego volverĂ­a a Duke y rascarĂ­a suficientes becas para pasarse el año siguiente en el departamento de Huila, donde pensaba estudiar los efectos de la fragmentaciĂłn del hĂĄbitat en raras especies locales de periquitos.
PodĂ­a hacerse; se harĂ­a; habĂ­a que hacerlo. Antes incluso de haber publicado a los diecisiete años «Notas de campo sobre la crianza y la dieta del periquito de Tovi» en Auk, una revista cientĂ­fica, Blair ya era consciente de que proba­blemente la suya fuera la Ășltima generaciĂłn en ver montones de ejemplares de esa especie en la selva, algo que habĂ­a alentado una urgencia central en su pasiĂłn infantil –obsesiĂłn, habrĂ­an dicho los perplejos padres– por todo tipo de ave. Adelante a toda marcha, pues, y al diablo la polĂ­tica; pero el caso fue que cerca de PopayĂĄn lo agarrĂł un grupo en ropa de combate, de una eficiencia brutal, que hizo bajar del bus a todos los animales y la gente. Blair se encorvĂł, tratando de mezclarse con los compactos indios, pero un gringo alto y flaco con una mochila enorme no se habrĂ­a delatado mĂĄs con un turbante en la cabeza.
–TĂș –dijo el comandante con una voz impasible–. Te vienes con nosotros.
Blair empezĂł a explicarle que Ă©l era un becario, por lo tanto sin ningĂșn valor en cualquier sentido monetario –habĂ­a contado con que su formidable habilidad para las lenguas le permitiera sortear cualquier situaciĂłn–, pero uno de los rebeldes ya habĂ­a derramado en el camino el contenido de su mochila, entre otras cosas los cuadernos de notas, los prismĂĄticos Zeiss-Jena y la Leica con el teleobjetivo y zoom de 200. Sus posesiones mĂĄs valiosas; mĂĄs caras que su coche.
–Es un espía –anunció el rebelde.
–No, no –corrigió educadamente Blair–. Soy ornitólogo. Estudiante.
–Eres un espía –afirmó el comandante hurgoneando las libretas de Blair con la punta del fusil–. En nombre del Secretariado quedas detenido.
Como Blair protestó, le dieron un tremendo castañazo en el estómago, y en ese momento supo que su vida había cambiado. Lo llamaban la merca, la mercancía, y durante los cuatro días siguientes marchó a duras penas por las montañas comiendo arepas frías con sardinas, aguantando interminables bromas sobre pelotones de fusilamiento, aunque gracias al håbito de correr doce kilómetros diarios se mantuvo mås entero que los ejecutivos del petróleo y los ingenieros de minas que los rebeldes solían secuestrar. El primer día simplemente agachó la cabeza y anduvo, soportando las penurias solo porque tenía que hacerlo, pero a medida que la columna se internaba mås en las montañas empezó a afirmarse en él una sensación de posibilidad, una señal demasiado tenue para llamarla idea. Al este la cordillera estaba abrasada y roída, en ruinas tras décadas de agricultura desesperada. En los pocos, someros restos de selva que subsistían, reinaba un silencio inquietante, pero una vez que cruzaron la frontera de la zona controlada por el MURC, la vegetación se cerró en torno a ellos con la densidad de una cueva. Por la noche Blair detectaba un continuo de succión profunda y gorgoteo, el motor del vasto sistema de aguas del bosque; por la mañana lo despertaban los chillidos del guardabosques gritón; luego las bandadas mixtas empezaban su contrapunto de quejidos, cuchicheos y avisos que daban al bosque el sonido de una obra en construcción. En tres días de camino Blair no dudaba de haber visto catorce de las especies amenazadas de la lista del CITES, así como una Hapalopsittaca extremadamente rara posada en un helecho del tamaño de una minivån. Estaba pasmado, y se lo dijo al joven comandante, que por un momento le echó una mirada amable.
–SĂ­ –contestó–. Para la RevoluciĂłn la ecologĂ­a es importante. Como estudioso –le asomĂł una leve sonrisa, posiblemente irĂłnica– tĂș podrĂĄs valorarlo. Y dio un breve discurso sobre el medio ambiente y cĂłmo la firmeza revolucionaria habĂ­a expulsado de todas las zonas liberadas a las «mafias» multinacionales de la madera y la minerĂ­a.
Al cuarto dĂ­a la columna llegĂł al campamento base y entrĂł en el complejo fortificado del MURC andando pesadamente bajo un diluvio. Arrastraron a Blair derecho a la Oficina de Quejas y Reclamos, donde estuvo dos horas sentado en un pasillo hĂșmedo mirando afiches de Lenin y el Che, preguntĂĄndose si los rebeldes planeaban fusilarlo ese dĂ­a. Cuando por fin lo llevaron al despacho principal, las primeras palabras del comandante Alberto fueron:
–TĂș no tienes pinta de espĂ­a.
Sobre el escritorio estaban algunas de las pertenencias de Blair: prismĂĄticos, cĂĄmara, mapas y compĂĄs, las libretas con los microscĂłpicos garabatos blairianos. Seis o siete subcomandantes estaban sentados a lo largo de la pared mientras Alberto estudiaba a Blair con la calma del que exhala anillos de humo. ParecĂ­a un Jerry GarcĂ­a del Ășltimo perĂ­odo en ropa de fajina: un hombre fornido con gafas de montura metĂĄlica, bolsas dobles bajo los ojos y una densa mata brillante de pelo grisĂĄceo.
–No soy espía –respondió Blair a su manera grave y telegráfica–. Soy ornitólogo. Estudio aves.
–Claro que si querían espiarnos –continuó Alberto– no iban a mandar a uno con pinta de espía. Así que el hecho de que no parezcas espía me hace pensar que eres un espía.
Blair lo considerĂł.
–Y si pareciese un espĂ­a, ÂżquĂ©?
–Pues pensaría que eres espía.
Los subcomandantes farfullaron como borrachos revolcĂĄndose en el barro. ÂżEntonces era todo una broma, querĂ­a saber Blair, o de veras su vida estaba en juego? ÂżO las dos cosas, lo cual significaba que probablemente se volviera loco?
–Soy ornitĂłlogo –dijo, con un leve jadeo–. No sĂ© cĂłmo mĂĄs decĂ­rselo, pero es verdad. Vine a estudiar los pĂĄjaros.
Alberto torciĂł las mandĂ­bulas; mascĂł como si estuviera tratando de comerse la lengua.
–...

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