Proletkult
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Proletkult

Wu Ming, Juan Manuel SalmerĂłn Arjona

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Wu Ming, Juan Manuel SalmerĂłn Arjona

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Über dieses Buch

Revolución, ciencia ficción, alienígenas, experimentos científicos y arte proletario: los Wu Ming se adentran en eluniverso soviético.

En 1907, en Tiflis, Georgia, un revolucionario bolchevique llamado Leonid Voloch asalta un carruaje postal protegido por cosacos y huye en un tren con la ayuda de un camarada georgiano. Saltan del tren en marcha y el georgiano lo conduce a través de un bosque hasta una extraña esfera transparente, de no menos de ocho metros de altura y con varias presencias en su interior, que se abre para recibirlos. En ese momento el georgiano se desabrocha el cuello de la casaca, desliza los dedos de ambas manos y se quita la måscara que hacía la función de cara, incluidos el pelo oscuro y el bigote. Asoma entonces un ser alienígena de facciones vagamente humanas...

Muchos años despuĂ©s, la supuesta hija de Leonid, que es ademĂĄs una supuesta alienĂ­gena, busca a su padre para llevarlo de regreso al planeta Nacun. Para ello visita en el MoscĂș ya revolucionario a Alexandr BodgĂĄnov, un personaje real que parece salido de una novela: mĂ©dico, economista, filĂłsofo, fundador e ideĂłlogo del movimiento artĂ­stico proletario llamado Proletkult, escritor de ciencia ficciĂłn y director de un centro de transfusiones pionero en la curaciĂłn de enfermedades nerviosas (y acaso en la bĂșsqueda de la eterna juventud). Y asĂ­, en este pastiche de realismo socialista y ciencia ficciĂłn (tambiĂ©n socialista), aparecen revolucionarios exiliados en Capri, policĂ­as secretos, civilizaciones interplanetarias organizadas en perfectas sociedades comunistas, El capital y un hito de la ciencia ficciĂłn socialista titulado —cĂłmo no— Estrella roja, Lenin y Stalin...

Y, con todos estos elementos, el colectivo Wu Ming crea un endiablado y apetitoso artefacto literario que juega con los géneros y explora la relación entre delirios revolucionarios y mentales; entre locuras humanas y políticas; entre ensoñaciones, ideales y fantasías (políticas y literarias); entre realidad y ficción.

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Information

Jahr
2020
ISBN
9788433941749

Tercera parte Leonid

23

La aeronave se dispone a despegar con el morro apuntando a las estrellas. El fuselaje tiene forma de gota metĂĄlica. La parte superior es amarilla y la panza es negra. La cola remata en campana, como un gran clarinete de latĂłn. En los costados se suceden cuatro series de alas, de dimensiones crecientes. Las tres primeras son simples aletas estabilizadoras, la Ășltima es un ala de perfil biconvexo. Delante, una hĂ©lice de dos aspas largas y finas. Una voz sonora explica los detalles del vuelo:
–Usar un paracaídas no nos permite elegir el punto de aterrizaje y descender con un retromotor; como sugiere Tsiolkolvski, consume mucho más carburante que planear. Por eso, nuestro Friedrich Cander ha proyectado un cohete que asciende y aterriza como si fuera un aeroplano.
BogdĂĄnov observa el prototipo a escala uno cien que cuelga del techo, pintado con galaxias. Denni, a su lado, escucha embelesada al orador, que expone a los visitantes las maravillas de la primera exposiciĂłn mundial de aparatos y mĂĄquinas interplanetarios. El hombre lleva el pelo corto, de soldado, y una barba incipiente le mancha las mejillas. Tiene los ojos negros, melancĂłlicos, de comisuras caĂ­das. Su voz es la voz ya adulta de Moris Leiteisen, el niño que, en KuĂłkkala, despuĂ©s de cenar, irrumpĂ­a en la sala comĂșn y pedĂ­a que, como cuento de buenas noches, le hablaran del funcionamiento de los cohetes. La guerra se llevĂł a su padre y le hizo servir en aviaciĂłn. Ahora trabaja en el sector de las comunicaciones espaciales y de cuando en cuando escribe a BogdĂĄnov para preguntarle por la capacidad de un motor o alguna teorĂ­a del universo. Es como si aĂșn estuvieran entre las paredes de Villa Vasa, recreĂĄndose en sus visiones.
–Cuando llega a las capas altas de la atmĂłsfera, las alas se repliegan, la hĂ©lice se detiene y se pone en marcha el reactor, que impulsa el misil hasta que sale del campo gravitatorio terrestre. Como combustible, se aprovechan las partes del medio, que no sirven en esta etapa del vuelo y tampoco servirĂĄn a la vuelta, dado que pesarĂĄ menos por el consumo de carburante. Placas, barras y aspas, fabricadas en una aleaciĂłn de aluminio, arderĂĄn por reacciĂłn con oxĂ­geno lĂ­quido vaporizado.
La novedad del invento entusiasma al pĂșblico, los murmullos aumentan. Dos hombres vestidos con un mono extraño debaten sobre las ventajas de los propulsores hĂ­bridos. Una joven saca un cuaderno y hace cĂĄlculos con un lĂĄpiz. DetrĂĄs de ella se ve un retrato de Friedrich Cander que parece la imagen de un santo en un altar, en medio de piezas de aeronĂĄutica y recortes de prensa, esquemas de motores y circuitos elĂ©ctricos, objetos cĂłsmicos y planos de misiles, todo enmarcado y expuesto con la correspondiente etiqueta. Es una galerĂ­a de arte del futuro.
–¡Vuestra tecnologĂ­a estĂĄ mucho mĂĄs avanzada de lo que me imaginaba! –dice Denni en voz baja, asombrada–. Antes tambiĂ©n nosotros llenĂĄbamos nuestras eteronaves con el combustible necesario para todo el viaje, pero luego descubrimos cĂłmo enviar energĂ­a.
BogdĂĄnov da un golpecito con el dedo a la hĂ©lice de una maqueta y la hace girar. «Enviar energĂ­a», curioso concepto. Como se envĂ­a una tarjeta de felicitaciĂłn. Siempre es instructivo hablar de ciencia con quien no conoce los tĂ©rminos exactos, porque utiliza imĂĄgenes cotidianas, es decir, razona con sociomorfismos, y como, en el universo, todo estĂĄ organizado segĂșn los mismos principios, no pocas veces capta semejanzas que la jerga especializada nos oculta.
–¿Quieres decir como hace el Sol, que envía su energía a la Tierra y calienta las cosas?
–¡No! –exclama Denni–. Quiero decir como enviamos la voz. Solo que las radiaciones han de tener una onda muy corta, de unos quince centĂ­metros. Nosotros las usamos tambiĂ©n para cocinar.
La cara de Denni rebosa entusiasmo. Hablar de su mundo fantĂĄstico la hace feliz. En el desierto afectivo que fue el orfanato, las novelas de ciencia ficciĂłn fueron un refugio. Debe de haber devorado todos los libros que caĂ­an en sus manos, no solo Estrella roja. Luego lo mezclĂł todo, creĂł Nacun y se fue a vivir allĂ­. En lo Ășnico que se diferencia de Moris Leiteisen es en que Ă©l no quiso soñar solo. TomĂł sus fantasĂ­as infantiles y las hizo compatibles con la experiencia colectiva, es decir, con la realidad. Denni no ha hecho eso, porque sus sueños deben seguir siendo privados, inaccesibles para los demĂĄs, un castillo de naipes inexpugnable. El deseo de conocer a su padre la ha obligado a salir de su mundo, pero, en lugar de adecuar su experiencia individual a la colectiva, trata desesperadamente de hacer lo contrario. Pobre chica. Ha sido una buena idea traerla a la muestra. AquĂ­ puede conocer a personas que sueñan juntas. DebĂ­a clausurarse en junio, pero, en vista del Ă©xito, la han prolongado. ÂĄY pensar que no querĂ­an autorizarla! «Es prematuro hablar de viajes interplanetarios porque se crean falsas expectativas en las masas.» Los promotores son unos curiosos anarquistas vegetarianos. Regentan un restaurante y hacen precios especiales a creadores e inventores. Tienen tantos clientes que, con los ingresos de un mes, han podido financiar la muestra.
Denni observa una maqueta del andamio de acero que el estadounidense Goddard construyó para lanzar su famoso cohete de propulsores líquidos. En el panel se explica que era un tubo de hierro de un brazo de largo, que voló tres segundos y ascendió unos quince metros. La información estå escrita en dos lenguas, ruso y esperanto, y después hay una serie de cifras y símbolos matemåticos:
x0 + 20 1√ – 5√12 − 3’ – 15%y + XV
–Hay un error –dice Denni, confusa–. AquĂ­ dice que Goddard tiene el rĂ©cord de altura de un cohete a reacciĂłn. «RĂ©cord» quiere decir mejor resultado, Âżno? No pueden ser quince metros.
BogdĂĄnov le pide que lo siga:
–Ven, voy a presentarte a un amigo.
Leiteisen ha terminado y para hablar con Ă©l hay que hacer cola.
Detrås de Denni se ponen los del mono que debatían. Han dejado de hablar de propulsores y ahora tratan de su vestimenta, pensada para las estaciones soviéticas de Marte.
El hombre que los precede lleva una maceta en la que crece tĂ­midamente una judĂ­a.
Cuando le llega el turno, se la ofrece a Leiteisen lleno de orgullo.
–Cultivo en cerrado –explica–, una forma de producir comida durante los viajes interplanetarios. En lugar de sol, he usado lámparas de vapor de mercurio, y, como sustrato, carbón desmenuzado, que es tres veces más ligero que la tierra.
Leiteisen observa la maceta por un lado y por otro con sincero interés. Repara en la palidez de las hojas, coge un puñado del humus prodigioso y lo examina.
–¿Y de abono?
–Excrementos –contesta como iluminado el inventor–. MĂ­os, de mi familia y de cuatro vecinos. El mismo nĂșmero de personas que componen la tripulaciĂłn de un cohete. Sin agua, solo orina.
Leiteisen hace una mueca y suelta la especie de papilla negra que estaba examinando. La maceta vuelve a los brazos de su propietario, que la recibe como si fuera un cachorro al que hubiera que cuidar.
Se despide emocionado y entrega a Leiteisen una tarjeta de visita para que lo llamen cuando haya que instalar invernaderos en la siguiente astronave que parta al espacio.
Le toca a BogdĂĄnov. Tiende la mano pero Leiteisen se limpia los dedos en los pantalones y le da un abrazo, para su sorpresa.
–No esperaba que viniera. ÂżQuĂ© le parece la muestra?
–La parte científica es asombrosa –lo felicita Bogdánov–. Están los mejores proyectos. Pero la sección literaria es un poco pobre, solo Verne y Wells...
–Tiene razón, deberíamos haber incluido a Bogdánov –replica Leiteisen con malicia.
–Te presento a Denni –dice BogdĂĄnov, para que la joven participe–. Es hija de Leonid Voloch. ÂżTe acuerdas de Ă©l? Era un camarada de la Ă©poca de KuĂłkkala.
–El nombre me suena. –Pausa–. ¿No era aquel impresor de Kaluga que se sabía todos los cuentos de Poe?
–No, era un obrero de San Petersburgo. Pero no importa. Denni es mi huĂ©sped en MoscĂș, se queda unos meses y no conoce a nadie. QuerĂ­a presentĂĄrosla, creo que le gustarĂ­a asistir a las reuniones de vuestro grupo. Es una lectora apasionada de libros de viajes espaciales y hace un momento, mientras usted hablaba, me ha hecho una observaciĂłn a propĂłsito del carburante.
La muchacha entiende que le toca intervenir:
–Mientras tengĂĄis que almacenar todo el carburante que se necesita para el viaje, no irĂ©is muy lejos –dice de un tirĂłn.
–¡Ah, claro! –exclama Leiteisen con mucho Ă©nfasis, como se hace cuando se felicita a un niño por descubrir una verdad sabida–. Precisamente estas semanas estamos desarrollando Cander y yo un sistema de espejos que concentre la energĂ­a del sol y la transforme en combustible.
Denni se muerde los labios, como si quisieran decir algo contra su voluntad.
–Una vela funcionaría mejor –suelta al final–. Y no habría necesidad de transformar la energía.
–¿Una vela? ÂżY con quĂ© se inïŹ‚arĂ­a? ÂĄEn el espacio no hay viento!
–Una vela para el sol. Si una gran superficie absorbe la luz por un lado y la reïŹ‚eja por el otro, se crea una diferencia de presiĂłn y por tanto un impulso. Pero como no siempre hay un sol a mano, es mejor aprovechar la energĂ­a de la nada. EstĂĄ en todas partes. El espacio vacĂ­o estĂĄ lleno de ella.
Leiteisen oye la noticia enarcando las cejas. Su paciencia es admirable. Los espejismos de los cosmĂłfilos y misilistas son su pan de cada dĂ­a. De palabra, todos los cientĂ­ficos concuerdan en la necesidad de divulgar los progresos de su disciplina, pero pocos son capaces de hacerlo sin sentar cĂĄtedra, reforzando la barrera que dicen querer derribar.
–¿El vacĂ­o estĂĄ lleno? –pregunta con el mismo interĂ©s que tenĂ­a cuando era niño.
–Exactamente –explica Denni–, pero no es fĂĄcil darse cuenta, porque es como un sonido que tenemos en los oĂ­dos desde que nacemos. Pero aquĂ­ en mi puño hay bastante energĂ­a para hacer hervir todos los rĂ­os de Rusia. Solo hay que saber capturarla.
–Muy interesante. Si vienes a nuestras reuniones, me gustaría hablar del tema. Ahora, si me perdonáis...
BogdĂĄnov se vuelve, hay ya esperando otras cinco personas, que llevan rollos de papel bajo el brazo, maquetas de cohetes, libros, cuadernos y misteriosas cajas de hojalata. Da las gracias, se despide e invita a Denni a que se aparte dĂĄndole un empujoncito en la espalda. Y mientras se alejan oyen retazos de conversaciĂłn sobre melonitas detonadas en aire comprimido, los meses que se necesitan para llegar a Venus y el peso ideal del misil que pronto orbitarĂĄ en torno a la Tierra.
En un cuarto contiguo hay tres grandes carteles en los que se lee un poema. El primero estå en ruso, el segundo en esperanto y en el tercero figura la habitual serie de cifras y símbolos matemåticos. El poema se titula: «Al inventor.» El autor es un tal Serguévich, al que...

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