La colmena de cristal
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La colmena de cristal

Philip Maitland Hubbard, Ernesto Montequin

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  1. 220 pages
  2. Spanish
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La colmena de cristal

Philip Maitland Hubbard, Ernesto Montequin

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À propos de ce livre

Una joya de cristalería captura la atención de Johnnie Slade, fanåtico coleccionista. Se trata de una tazza del siglo XVI, obra del veneciano Giacomo Verzelini, especie de grial de valor incalculable. "El milagro de su supervivencia casi supera el milagro de su creación". Johnnie se entera de la existencia de esta pieza en una revista y el hallazgo pronto se transforma en una obsesión. No solo lo domina el deseo de poseer sino también el de asegurarse de que nadie mås tendrå lo que él desea. Cuando en una casa de subastas conoce a Claudia, una contendiente irresistible, Slade encuentra una nueva pasión: la lujuria por el cristal competirå con su amor hacia esta femme fatale.Un moldeado magistral comanda la ejecución de una trama de silenciosa eficacia donde hasta el acto mås sencillo parece investido de un sentido siniestro. Los detalles que se registran no son los que constituyen una pista; se acumulan a menudo otros pormenores que tienen una relación directa o indirecta con la historia del arte. Ese tejido asombroso y perfecto tiene menos la función de confundir al lector que el de incentivar la percepción. Con sutil ingenio, P.M. Hubbard se va aproximando a esa invisible y expectante deidad que es el objeto mismo del deseo: la frågil colmena de cristal.Bienvenidos a esta novela deslumbrante.

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Informations

Année
2020
ISBN
9789871739936

CAPÍTULO IV

TOMÉ UN CATÁLOGO DE LA MESA QUE ESTABA JUNTO A LA VENTANA y dejĂ© caer dos monedas de seis peniques en una bandeja que decididamente no era georgiana. CaminĂ© entre las superficies lustrosas, pisĂ© las alfombras de Kirman y de Tabriz amontonadas en el suelo hasta llegar al extremo opuesto del salĂłn donde se exhibĂ­an las piezas de cristal y de plata dentro de una vitrina que tenĂ­a, a su vez, una etiqueta con el nĂșmero de lote pegado en una de sus esquinas. Era un mueble bastante imponente. No soy especialista en muebles, pero era evidente que se trataba de una pieza genuina expulsada del hogar que la habĂ­a albergado durante generaciones debido a la presiĂłn ejercida por el aumento de las cotizaciones. TenĂ­a algunas manchas y reparaciones, pero en lo esencial se veĂ­a tal como habĂ­a salido del taller del artesano, aunque enriquecido con la pĂĄtina del tiempo. Lo mismo sucedĂ­a con la platerĂ­a. Me emocionĂ©, como siempre, al constatar la conmovedora y cautivante fragilidad del cristal.
El cristal no puede repararse ni soldarse; no se lo puede moldear de nuevo ni se lo puede pulir. En un segundo estå allí, tenso, vibrante, lleno de voces y acentos misteriosos, y un segundo después, completamente arruinado, muerto para siempre. Cada segundo en la existencia de un cristal antiguo es un segundo robado a una destrucción largamente postergada. El milagro de su sobrevivencia casi supera el milagro de su creación.
HabĂ­a cuatro copas de la Ă©poca dorada, contra cientos de onzas de plata y toda una habitaciĂłn llena de obras de ebanisterĂ­a. No comprendĂ­a, jamĂĄs podrĂ­a comprender, que alguien en su sano juicio prefiriese comprar algo de todo eso antes que las copas de cristal. Y no porque alguna de ellas fuese demasiado especial. HabĂ­a una elegante copa de vino con pie facetado y un diseño alrededor del borde del cĂĄliz que en el ambiente llaman, no sin irreverencia, “cruces y ceros”. HabĂ­a un par de copas de cristal blanco con tallo retorcido bastante deslucidas, que no examinĂ© pero que me parecieron extranjeras. Y luego estaba la Interesante Copa Cervecera. A decir verdad, era menos interesante que hermosa. Alta, esbelta, con pie retorcido de un solo nudo y un motivo de hojas y frutos exquisitamente grabado a la rueda alrededor del cĂĄliz. Yo tenĂ­a una muy similar y habĂ­a visto muchas otras. Si pudiera obtenerla por un precio razonable, la comprarĂ­a solo para evitar que cayera en las manos equivocadas. Pero no habrĂ­a precios razonables. Bastaba con ver las caras y el ambiente.
HabĂ­a una mujer que parecĂ­a facetada y con una melena corta color gris acero que era en sĂ­ misma una verdadera pieza de museo. HabĂ­a un hombre carnoso con el pelo rizado demasiado largo y ojitos inquietos. AĂșn mĂĄs inquietante era el hombre calvo de rostro sombrĂ­o enfundado en un anodino traje oscuro que descansaba con la mirada perdida apoyado contra un espejo de pared de marco dorado. A menos que me equivocara a lo grande, el sujeto estaba allĂ­ para comprar un solo mueble y nada le impedirĂ­a comprarlo, pero no a cualquier precio, sino a uno bastante razonable, porque los otros, que lo conocĂ­an bien, sabĂ­an que serĂ­a inĂștil competir contra Ă©l. HabĂ­a al menos dos parejas de aspecto campechano que cuchicheaban alegremente entre sĂ­ con voces que sonaban como las de los comentaristas deportivos de la radio. No eran aficionados sino flamantes anticuarios que todavĂ­a se divertĂ­an con el negocio y se conformaban con recoger los objetos desdeñados por los grandes predadores.
El pĂșblico general, desde luego, tambiĂ©n estaba representado. Gente que esperaba encontrar algĂșn regalo de bodas, reciĂ©n casadas en busca de mobiliario, hombres de negocios que habĂ­an comprado casas antiguas con calefacciĂłn central diseñada por arquitectos modernos y querĂ­an alguna pieza en particular para decorar algĂșn lugar en particular. Inocentes que se habĂ­an enamorado de algĂșn lote. Estos eran temibles, porque eran ignorantes y entusiastas a la vez. La furia sutil de la subasta podĂ­a apoderarse de ellos y entonces empezarĂ­an a agitar sus catĂĄlogos desesperadamente ante cifras que superaban con creces los precios que habrĂ­an pagado en la tienda de algĂșn anticuario respetable. AdemĂĄs, no necesitaban revender con un porcentaje de ganancia para vivir. La incesante subida de precios les daba una coartada y no necesitaban engañarse a sĂ­ mismos para saber que, sin importar la suma que pagaran, el objeto comprado aumentarĂ­a su valor en unos pocos años. Los anticuarios se ocuparĂ­an de obligarlos a pagar los precios actuales de mercado, pero la lĂłgica misma de su negocio les impedĂ­a ofrecer mĂĄs dinero cuando aquellos entusiastas se empeñaban en comprar algĂșn objeto.
Esperaba que el rematador fuese anciano, pero no lo era. Pertenecía a una nueva generación de Truscotts o de Scarworthys, o se había casado con alguna muchacha de esas familias. Era menudo y rubicundo. Tenía un bigotito sobre una boquita bastante triste y unos ojos castaños de buey que observaban a la concurrencia con una suerte de asombro melancólico. Pero conocía su oficio.
Dio un breve y competente discurso en la lengua local. Dijo que estaba contento de ver a tantos viejos amigos. RecorriĂł con una mirada de mĂłdica esperanza las caras angulosas de los anticuarios, inclinadas sobre sus catĂĄlogos llenos de marcas meticulosas. Solo el hombre de pelo rizado parecĂ­a escucharlo. TambiĂ©n dio la bienvenida a varios de los novatos y sus ojos de buey se clavaron en mĂ­, al tiempo que se preguntaba quĂ© me interesaba y cuĂĄnto estaba dispuesto a pagar. Dijo que tenĂ­an muy buena mercaderĂ­a y que esperaban obtener buenos precios por ella, de modo que rogaba que no le hiciĂ©ramos perder el tiempo con ofertas de cinco chelines. La sala principal estaba atestada, lo cual no era sorprendente dada la cantidad de lotes y de postores, y la excitaciĂłn parecĂ­a concentrarse en el reducido espacio central bajo el estrado donde se hallaban sentadas las secretarias con sus libros contables. Era bastante mĂĄs acogedor que Christie’s o que Sotheby’s, pero resultaba sorprendente, en medio de aquel pueblo perdido, lo mucho que se parecĂ­an.
—Bien —dijo el rematador. ExtendiĂł el brazo con un movimiento elaborado y mirĂł lo que, en aquellos parajes, serĂ­a considerado un elegante reloj de pulsera de oro, con siete diamantes—. Son las diez en punto —dijo—. Ya es hora de empezar. Veamos el lote nĂșmero uno.
Los primeros lotes nunca son demasiado interesantes. Los verdaderos postores suelen llegar tarde y los que ya estĂĄn allĂ­ todavĂ­a no entraron en calor. La repentina tensiĂłn y el sonido de sus propias voces inhiben aĂșn a los principiantes. Los lotes se venden baratos y nada de real importancia se ofrece durante la primera media hora.
Una mujer con aspecto de matrona, probablemente madre de una reciĂ©n casada, comprĂł una mesa de roble por tres libras con diez chelines. Era demasiado grande para poner en un rincĂłn y demasiado pequeña para comer en ella, pero podĂ­a encontrĂĄrsele alguna utilidad. La mujer parecĂ­a abrumada por su fĂĄcil victoria y dijo su nombre en un susurro incĂłmodo. Luego saliĂł en venta un ropero de caoba, que un asistente del rematador señalĂł en un extremo alejado de la sala y que obviamente era demasiado pesado para ser transportado a otro lugar, a menos que interviniera una cuadrilla de hĂĄbiles peones. El rematador le lanzĂł una mirada calculadora. “Un lindo y espacioso ropero, aquel”, dijo y pidiĂł una oferta de dos libras. Luego de varios segundos de silencio, un hombre espacioso ofreciĂł treinta chelines y fue elevado de inmediato a dos libras por un hombre de aspecto obstinado que se hallaba frente a Ă©l. Dueños de hotel, pensĂ©, con un nuevo anexo que amueblar. Es posible que fuesen granjeros, pero lo dudo. Compitieron uno contra otro, con diez chelines por vez, hasta llegar a las cuatro libras y una mujer escondida en el fondo ofreciĂł cuatro libras con diez chelines. De repente, empezĂł la batalla. El dĂ©bil murmullo inconsciente del pĂșblico fuera de sĂ­ saludaba cada oferta y las miradas expectantes de los observadores neutrales iban de un postor a otro. Solo los anticuarios permanecĂ­an in...

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