CAPĂTULO IV
TOMĂ UN CATĂLOGO DE LA MESA QUE ESTABA JUNTO A LA VENTANA y dejĂ© caer dos monedas de seis peniques en una bandeja que decididamente no era georgiana. CaminĂ© entre las superficies lustrosas, pisĂ© las alfombras de Kirman y de Tabriz amontonadas en el suelo hasta llegar al extremo opuesto del salĂłn donde se exhibĂan las piezas de cristal y de plata dentro de una vitrina que tenĂa, a su vez, una etiqueta con el nĂșmero de lote pegado en una de sus esquinas. Era un mueble bastante imponente. No soy especialista en muebles, pero era evidente que se trataba de una pieza genuina expulsada del hogar que la habĂa albergado durante generaciones debido a la presiĂłn ejercida por el aumento de las cotizaciones. TenĂa algunas manchas y reparaciones, pero en lo esencial se veĂa tal como habĂa salido del taller del artesano, aunque enriquecido con la pĂĄtina del tiempo. Lo mismo sucedĂa con la platerĂa. Me emocionĂ©, como siempre, al constatar la conmovedora y cautivante fragilidad del cristal.
El cristal no puede repararse ni soldarse; no se lo puede moldear de nuevo ni se lo puede pulir. En un segundo estĂĄ allĂ, tenso, vibrante, lleno de voces y acentos misteriosos, y un segundo despuĂ©s, completamente arruinado, muerto para siempre. Cada segundo en la existencia de un cristal antiguo es un segundo robado a una destrucciĂłn largamente postergada. El milagro de su sobrevivencia casi supera el milagro de su creaciĂłn.
HabĂa cuatro copas de la Ă©poca dorada, contra cientos de onzas de plata y toda una habitaciĂłn llena de obras de ebanisterĂa. No comprendĂa, jamĂĄs podrĂa comprender, que alguien en su sano juicio prefiriese comprar algo de todo eso antes que las copas de cristal. Y no porque alguna de ellas fuese demasiado especial. HabĂa una elegante copa de vino con pie facetado y un diseño alrededor del borde del cĂĄliz que en el ambiente llaman, no sin irreverencia, âcruces y cerosâ. HabĂa un par de copas de cristal blanco con tallo retorcido bastante deslucidas, que no examinĂ© pero que me parecieron extranjeras. Y luego estaba la Interesante Copa Cervecera. A decir verdad, era menos interesante que hermosa. Alta, esbelta, con pie retorcido de un solo nudo y un motivo de hojas y frutos exquisitamente grabado a la rueda alrededor del cĂĄliz. Yo tenĂa una muy similar y habĂa visto muchas otras. Si pudiera obtenerla por un precio razonable, la comprarĂa solo para evitar que cayera en las manos equivocadas. Pero no habrĂa precios razonables. Bastaba con ver las caras y el ambiente.
HabĂa una mujer que parecĂa facetada y con una melena corta color gris acero que era en sĂ misma una verdadera pieza de museo. HabĂa un hombre carnoso con el pelo rizado demasiado largo y ojitos inquietos. AĂșn mĂĄs inquietante era el hombre calvo de rostro sombrĂo enfundado en un anodino traje oscuro que descansaba con la mirada perdida apoyado contra un espejo de pared de marco dorado. A menos que me equivocara a lo grande, el sujeto estaba allĂ para comprar un solo mueble y nada le impedirĂa comprarlo, pero no a cualquier precio, sino a uno bastante razonable, porque los otros, que lo conocĂan bien, sabĂan que serĂa inĂștil competir contra Ă©l. HabĂa al menos dos parejas de aspecto campechano que cuchicheaban alegremente entre sĂ con voces que sonaban como las de los comentaristas deportivos de la radio. No eran aficionados sino flamantes anticuarios que todavĂa se divertĂan con el negocio y se conformaban con recoger los objetos desdeñados por los grandes predadores.
El pĂșblico general, desde luego, tambiĂ©n estaba representado. Gente que esperaba encontrar algĂșn regalo de bodas, reciĂ©n casadas en busca de mobiliario, hombres de negocios que habĂan comprado casas antiguas con calefacciĂłn central diseñada por arquitectos modernos y querĂan alguna pieza en particular para decorar algĂșn lugar en particular. Inocentes que se habĂan enamorado de algĂșn lote. Estos eran temibles, porque eran ignorantes y entusiastas a la vez. La furia sutil de la subasta podĂa apoderarse de ellos y entonces empezarĂan a agitar sus catĂĄlogos desesperadamente ante cifras que superaban con creces los precios que habrĂan pagado en la tienda de algĂșn anticuario respetable. AdemĂĄs, no necesitaban revender con un porcentaje de ganancia para vivir. La incesante subida de precios les daba una coartada y no necesitaban engañarse a sĂ mismos para saber que, sin importar la suma que pagaran, el objeto comprado aumentarĂa su valor en unos pocos años. Los anticuarios se ocuparĂan de obligarlos a pagar los precios actuales de mercado, pero la lĂłgica misma de su negocio les impedĂa ofrecer mĂĄs dinero cuando aquellos entusiastas se empeñaban en comprar algĂșn objeto.
Esperaba que el rematador fuese anciano, pero no lo era. PertenecĂa a una nueva generaciĂłn de Truscotts o de Scarworthys, o se habĂa casado con alguna muchacha de esas familias. Era menudo y rubicundo. TenĂa un bigotito sobre una boquita bastante triste y unos ojos castaños de buey que observaban a la concurrencia con una suerte de asombro melancĂłlico. Pero conocĂa su oficio.
Dio un breve y competente discurso en la lengua local. Dijo que estaba contento de ver a tantos viejos amigos. RecorriĂł con una mirada de mĂłdica esperanza las caras angulosas de los anticuarios, inclinadas sobre sus catĂĄlogos llenos de marcas meticulosas. Solo el hombre de pelo rizado parecĂa escucharlo. TambiĂ©n dio la bienvenida a varios de los novatos y sus ojos de buey se clavaron en mĂ, al tiempo que se preguntaba quĂ© me interesaba y cuĂĄnto estaba dispuesto a pagar. Dijo que tenĂan muy buena mercaderĂa y que esperaban obtener buenos precios por ella, de modo que rogaba que no le hiciĂ©ramos perder el tiempo con ofertas de cinco chelines. La sala principal estaba atestada, lo cual no era sorprendente dada la cantidad de lotes y de postores, y la excitaciĂłn parecĂa concentrarse en el reducido espacio central bajo el estrado donde se hallaban sentadas las secretarias con sus libros contables. Era bastante mĂĄs acogedor que Christieâs o que Sothebyâs, pero resultaba sorprendente, en medio de aquel pueblo perdido, lo mucho que se parecĂan.
âBien âdijo el rematador. ExtendiĂł el brazo con un movimiento elaborado y mirĂł lo que, en aquellos parajes, serĂa considerado un elegante reloj de pulsera de oro, con siete diamantesâ. Son las diez en punto âdijoâ. Ya es hora de empezar. Veamos el lote nĂșmero uno.
Los primeros lotes nunca son demasiado interesantes. Los verdaderos postores suelen llegar tarde y los que ya estĂĄn allĂ todavĂa no entraron en calor. La repentina tensiĂłn y el sonido de sus propias voces inhiben aĂșn a los principiantes. Los lotes se venden baratos y nada de real importancia se ofrece durante la primera media hora.
Una mujer con aspecto de matrona, probablemente madre de una reciĂ©n casada, comprĂł una mesa de roble por tres libras con diez chelines. Era demasiado grande para poner en un rincĂłn y demasiado pequeña para comer en ella, pero podĂa encontrĂĄrsele alguna utilidad. La mujer parecĂa abrumada por su fĂĄcil victoria y dijo su nombre en un susurro incĂłmodo. Luego saliĂł en venta un ropero de caoba, que un asistente del rematador señalĂł en un extremo alejado de la sala y que obviamente era demasiado pesado para ser transportado a otro lugar, a menos que interviniera una cuadrilla de hĂĄbiles peones. El rematador le lanzĂł una mirada calculadora. âUn lindo y espacioso ropero, aquelâ, dijo y pidiĂł una oferta de dos libras. Luego de varios segundos de silencio, un hombre espacioso ofreciĂł treinta chelines y fue elevado de inmediato a dos libras por un hombre de aspecto obstinado que se hallaba frente a Ă©l. Dueños de hotel, pensĂ©, con un nuevo anexo que amueblar. Es posible que fuesen granjeros, pero lo dudo. Compitieron uno contra otro, con diez chelines por vez, hasta llegar a las cuatro libras y una mujer escondida en el fondo ofreciĂł cuatro libras con diez chelines. De repente, empezĂł la batalla. El dĂ©bil murmullo inconsciente del pĂșblico fuera de sĂ saludaba cada oferta y las miradas expectantes de los observadores neutrales iban de un postor a otro. Solo los anticuarios permanecĂan in...