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Una mala mujer
Montse Neira
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Una mala mujer
Montse Neira
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ÂżQuĂ© realidades esconde la prostituciĂłn? ÂżEs violencia de gĂ©nero? ÂżEs trata de seres humanos? ÂżDebe vincularse con drogas, con proxenetas? ÂżPuede una persona, hombre o mujer, ejercer la prostituciĂłn y desarrollar todo su potencial como persona o es una vĂctima que necesita ayuda para reinsertarse socialmente? En Una mala mujer, Montse Neira presenta su testimonio excepcional: el de una mujer que ejerce la prostituciĂłn y que desde hace tiempo le viene plantando cara al estigma social que tanto la habĂa bloqueado por haber querido darles una vida mejor a los suyos.
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Sujet
Ciencias socialesSous-sujet
BiografĂas de ciencias socialesUna mala mujer
Los «ångeles» de mi vida
Ăngel de la guarda,
dulce compañĂa,
no me desampares
ni de noche ni de dĂa,
no me dejes sola
que me perderĂa.
Es la primera oraciĂłn que aprendĂ. Me la enseñó mi madre cuando yo contaba apenas tres años y me obligaba a rezarla cada dĂa. En una pared de la habitaciĂłn habĂa un cuadro con unos querubines y cada noche, al meterme en la cama, lo primero que hacĂa era, mirando ese cuadro, repetir esas palabras; mecĂĄnicamente, ya que no entendĂa mucho, por no decir nada, el significado de tan pocas palabras. Esta oraciĂłn-mantra fue metiĂ©ndose asĂ, subliminalmente, en mi interior, y aunque el ĂĄngel de la guarda que promulga la religiĂłn con la que, en parte, fui domesticada nunca apareciĂł en mi vida, sĂ que la vida ha hecho que me fuera topando con ĂĄngeles, con personas que, a veces sin que siquiera ellas lo supieran, me han ayudado mucho a superar obstĂĄculos.
Son personas que han aparecido justo en el momento que mĂĄs lo he necesitado, cuando he estado mĂĄs hundida, y que han conseguido que no me perdiera. Con algunas me he relacionado durante mĂĄs tiempo; con otras han sido encontronazos de apenas unos minutos y solo he necesitado escuchar una frase. Ellas son: doña Josefa, Julia, Mariona, Eva, Subirats, Gabi, Mijael, Carmen, Jordi Nadal, Jordi, Cristina, Marga, Valerie, Ana, Clarissa, EstefanĂa, Conchita, Cristina, Joan-Isidre, Nanine, Mamen, Jordi, Toni, Antonio, Pepe Riopedre, Yolanda, Silvina, Adriana, Montse, Leyre, Rafa, Nuria, Paula... y un montĂłn de personas anĂłnimas, como conductores de autobuses, taxistas, dependientas, peluqueras...
El piso patera. La crucifixiĂłn, el coco y el lobo que me iban a comer
ÂżCuĂĄntas personas pueden recordar frases exactas de cuando tenĂan uno o dos años? Yo tengo una clavada en la mente: «Te voy a crucificar». Es el recuerdo mĂĄs antiguo que guardo y apenas habĂa cumplido dos años. La imagen que retengo, clavada en mi retina, es la de mi padre cogiĂ©ndome de los brazos, poniĂ©ndomelos en forma de cruz, y empujĂĄndome contra la pared. No tengo ni idea de lo que, segĂșn Ă©l, habĂa hecho yo mal para que escupiera semejante amenaza. AdemĂĄs, en aquel momento yo no tenĂa ni idea de lo que era una «crucificaciĂłn», pero estaba aterrada... y el terror que Ă©l me hacĂa sentir me acompañó hasta su muerte, acaecida hace un par de años, porque he soñado mucho con momentos asĂ.
Mis padres nacieron y se criaron en Galicia. Gallegos, de esas aldeas perdidas en los Ancares lucenses donde se sobrevivĂa de cultivar la tierra y de cuidar animales. Emigraron de su tierra como hicieron tantos millones de españoles en la dĂ©cada de los cincuenta, huyendo de la pobreza, en algunos casos, y, en otros, de la miseria directamente. Eligieron Barcelona. Primero vino mi padre; meses despuĂ©s llegĂł mi madre y yo aparecĂ en este mundo en 1960.
Mis padres alquilaron una habitaciĂłn en un piso de los que ahora se denominan «pisos pateras», como en la actualidad hacen los inmigrantes que apenas tienen recursos. Estaba situado en el carrer Ample (no sĂ© si aĂșn existe porque mi madre no recuerda el nĂșmero de la finca). En ese piso vivĂamos cuatro familias, quince personas en total. TenĂamos una habitaciĂłn de apenas diez metros cuadrados con derecho a cocina que daba a un patio de luces interior, asĂ que era muy oscuro y habĂa que tener, permanentemente, la luz encendida.
Nos tenĂamos que lavar por turnos en un lavadero situado en la cocina. El agua se tenĂa que pedir casi por favor ya que estaba estrictamente controlada: solo nos daban un cubo por familia cada dĂa.
En la habitaciĂłn habĂa una cama de matrimonio que medĂa un metro y treinta y cinco centĂmetros, una pequeña mesita de noche, una mesa de comedor (que a mĂ me parecĂa inmensa pero solo cabĂan sentadas cuatro personas) y un armario donde guardĂĄbamos la poca ropa que tenĂamos, la comida y los demĂĄs enseres personales.
Por lo visto, yo era muy traviesa, o «muy mala», segĂșn se quiera ver. HacĂa experimentos como vaciar en la garrafa del vino la botella de la bencina del mechero de mi padre. O cogĂa el despertador, lo abrĂa y le metĂa dentro leche condensada, que para nosotros era un lujo. Bueno, estos solo son algunos, pero hacĂa muchos mĂĄs.
Con la comida era un desastre. PodĂa estarme horas para comerme un bistec de carne. Cada trozo lo masticaba una y otra vez porque me daba asco, pero si lo escupĂa me caĂa un buen azote en el culo, asĂ que yo aguantaba todo lo que podĂa hasta que no me quedaba mĂĄs remedio que tragar. Esto desesperaba a mi madre, que ya no sabĂa quĂ© hacer para que comiera. Un dĂa se le ocurriĂł llamar a una señora que compartĂa piso con nosotros y esta vino con una cosa en los brazos envuelta en una manta blanca. Era «el coco que me iba a comer». Aquella señora me dijo: «Como no tragues ahora mismo te suelto el coco y te come», y aquel bulto se movĂa âno era otra cosa que la respiraciĂłn de aquella tetuda mujerâ y claramente yo pensaba que el bicho iba a salir de un momento a otro... ÂĄQuĂ© miedo llegaba a pasar!
Cada trastada que hacĂa tenĂa como «recompensa» o que el lobo o el coco me iba a comer o, si no, una buena tanda de azotes en el culo.
Con ese panorama, no era extraño que siempre tuviera sueños aterradores en los que un enorme bicho, feĂsimo (nunca habĂa visto la fotografĂa de ningĂșn lobo, asĂ que la imaginaciĂłn trabajaba a su libre albedrĂo), con unos dientes enormes, me comĂa, y yo me despertaba llorando desconsoladamente.
Pero no todo son malos ni aterradores recuerdos. TambiĂ©n era una niña muy simpĂĄtica y la gente del barrio, por lo visto, me adoraba. AsĂ, no es de extrañar que los Reyes Magos de 1963 me llenaran la habitaciĂłn de juguetes. ÂĄGuau! Muñecas con sus vestiditos y una cocina, con sus ollas y demĂĄs cacharros de aluminio. DisfrutĂ© mucho, sobre todo, desmontando las muñecas, y es que querĂa saber cĂłmo hacĂan para mover los brazos y las piernas y lo que tenĂan dentro.
AllĂ estuvimos hasta que cumplĂ los cuatro años. HabĂa tenido una hermanita y ya no cabĂamos en aquel «cuartucho».
Mi padre trabajaba de carpintero en una empresa familiar, empleo que le duró hasta su jubilación. Mi madre trabajaba limpiando el piso de una señora «con mucho dinero».
La porterĂa
Nos trasladamos al barrio de la Sagrera. No sĂ© cĂłmo, pero mis padres consiguieron ser porteros de una finca con bastantes vecinos. HabĂa que vigilar todo el dĂa, desde las siete de la mañana hasta las diez de la noche, quiĂ©n entraba y salĂa. Otras cosas que habĂa que hacer era limpiar la escalera y recoger la basura: de todos los vecinos, puerta por puerta, todas las noches. A mĂ me tocaba muchas veces acompañar a mis padres en estas labores.
Mi madre
Lo cierto es que hasta ahora no me habĂa parado a pensar lo que podĂa representar mi madre para mĂ. La recuerdo siempre trabajando y chillando. No creo que haya sido nunca feliz; siempre se quejaba ây se quejaâ de todo, pero no hacĂa nada para cambiar mĂnimamente sus circunstancias que, realmente, eran muy duras.
Mientras estoy escribiendo todo esto ha cumplido los ochenta años. Ahora ha perdido mucha memoria, y lo peor de todo es que estĂĄ estancada en un perĂodo de su vida que hace que, cada vez que nos vemos, repita la misma historia mil y una veces. Nunca habla de su niñez, de los años pasados en el pueblo, de cĂłmo conociĂł a mi padre. Me he ido enterando, a lo largo de los años, por mis tĂas. Al parecer, no era precisamente un ejemplo de buena hermana. Era la mayor de once hermanos y le gustaba mandar y asustar a los mĂĄs pequeños.
No puedo decir que sienta ni tan solo cariño por ella; sĂ, quizĂĄs, algo de pena por las penurias y necesidades que tuvo que pasar. Porque trabajar ha trabajado, y mucho: se levantaba muy temprano, antes de las siete de la mañana, y nunca se iba a dormir antes de las once de la noche. AdemĂĄs de sus obligaciones como portera, limpiaba algunos pisos de las vecinas, eso sin contar con las preocupaciones que conlleva la atenciĂłn de un hogar con tres hijas y un marido que era de los que llegaban a casa despuĂ©s de trabajar y se sentaban a la mesa esperando que les pusieran la cena. El haber visto trabajar tanto y tanto a mi madre para no salir de la miseria y no poder cubrir las necesidades bĂĄsicas vitales (comer, vestir, vivienda, etc.), y tener que sobrevivir ahora con una pensiĂłn de miseria de apenas quinientos euros, fue uno de los factores que influyeron notablemente a la hora de decidir prostituirme.
Mi padre
Machista, autoritario, alcohĂłlico. Todo le parecĂa mal y cualquier excusa era buena para reñirnos y castigarnos, a pesar de que en innumerables ocasiones no tenĂa razĂłn, se mirase por donde se mirase.
Aunque hoy serĂa acusado de maltratador y lo que vivĂamos era, sin ninguna duda, con la perspectiva de hoy, violencia de gĂ©nero, hay que situarlo en el contexto de aquella España franquista, donde la vida de las personas estaba regida por la moral de la Iglesia CatĂłlica, que se cristalizaba en la fĂłrmula del nacionalcatolicismo y en el ejercicio del poder por la vĂa de la represiĂłn y de la violencia; aquella España donde, a pesar de una incipiente apertura, todavĂa la educaciĂłn era muy rigurosa, y tambiĂ©n en los colegios los niños y las niñas sufrĂamos castigos e injusticias (nos ponĂan de cara a la pared, de rodillas, aguantando libros en la cabeza con los brazos abiertos en cruz, y nos pegaban con varas en la palma de las manos o en el borde de las uñas o en las nalgas).
En aquella Ă©poca los profesores y profesoras eran maltratadores, por lo que mi padre solo era una parte de aquella situaciĂłn que yo vivĂ con normalidad porque no tenĂa otras referencias. Era una situaciĂłn «normal» en muchas familias.
Hasta los trece años vivĂ rodeada de personas mayores que imponĂan normas muy severas. Las Ășnicas excepciones fueron mis «abuelitos» maternos y una profesora: doña Josefa.
Del resto de la familia paterna no conocĂ a mis abuelos y apenas me relacionĂ© con dos tĂos y con algunos primos. Uno de ellos fue mi padrino.
Mis hermanas
MarĂa y Antonia. ÂĄQuĂ© diferentes Ă©ramos! ÂĄQuĂ© diferentes somos! MarĂa es dos años y medio mĂĄs joven que yo. Apenas recuerdo nada de cĂłmo era nuestra relaciĂłn de pequeñas. En la actualidad hablamos mucho y me explica cosas de entonces, pero no sĂ© ubicarlas. Como a los trece años ya empecĂ© a trabajar apenas nos veĂamos, porque solo estaba en casa para dormir; es una relaciĂłn que no se cultivĂł siendo pequeñas ni en la adolescencia, sino ya de adultas y, sobre todo, desde que ella se separĂł.
Con Antonia, en cambio, no tengo relaciĂłn; es siete años menor que yo, y la diferencia de edad marcĂł, aĂșn mĂĄs, nuestros desencuentros. Ella solo tenĂa diez años cuando yo me casĂ© y me marchĂ© de casa. Pero, y esto es importante, no puedo hablar de grandes peleas. Cada una se montĂł su mundo y nuestros respectivos caminos apenas se volvieron a cruzar.
No, en ese hogar no habĂa amor. Nos limitĂĄbamos a sobrevivir, cada una como podĂa, cada una como sabĂa.
La vecina del 3Âș 2ÂȘ (nuestros juegos prohibidos, primeras pulsiones sexuales)
Susana. Por aquel entonces tenĂamos cuatro o cinco años. SolĂamos jugar en la calle, una calle que todavĂa no estaba asfaltada y que estaba llena de basura. Cuando llovĂa se convertĂa en un barrizal y ÂĄmenudas riñas tenĂamos por ensuciarnos!
No sĂ© cĂłmo empezamos a tocarnos. Es un episodio de mi vida que recuerdo muy vagamente; lo que sĂ recuerdo perfectamente son aquellas primeras pulsiones sexuales que me empujaban a tocarme «ahĂ» y que me daba mucho...