1. El escritor
AllĂ estaba, sentado e inmĂłvil, fijo en sus pensamientos creativos. Un individuo. Un ente. Calladamente caĂa su mirada criteriosa y profunda. Era moderado. No hacĂa un ademĂĄn fuera de sĂ mismo. Pensaba. Creaba. Afuera, el tumulto de la ciudad lo engullĂa como monstruoso ser ajeno. Hubiese dado lo indecible por acallar aquel ruido impertinente, como de otro tiempo, que no hacĂa mĂĄs que molestarlo y desconcentrarlo.
Se dijo que hubiese sido mejor no estar allĂ, en ese momento, que la hora no era la correcta, que pronto llegarĂan mĂĄs y mĂĄs especĂmenes a aguijonearlo con preguntas. Solo querĂa pensar. Pensar. Pensar. Poder volcar a un objeto permanente todo aquello que llevaba dentro. Pensar en silencio.
El silencio no llegaba. Un maullido del gato vecino esperaba interrumpirlo. Ese gato que un dĂa lo arañó con frenĂ©tico espanto.
PensĂł que algo malo habĂa pasado, que en alguna acciĂłn ese gato habĂa percibido su equĂvoco paso por este mundo. SĂ, estaba seguro de que algo lo habĂa amedrentado. QuizĂĄs el latido de su corazĂłn, quizĂĄs su andar cansino, quizĂĄs su hereje forma de observar la vida. Era un juego extraño esa vida que llevaba, tan de otro tiempo, tan oscura.
La oscuridad del gato y de su vida le parecieron iguales, opuestas completamente a la luz que entraba a través de la persiana entreabierta y que le cegaba los ojos.
AllĂ estaba, sentado, era luz y oscuridad, las estrellas galoparĂan junto a la luna en una danza al anochecer, y Ă©l, tan de otro tiempo, no habrĂa avanzado, seguirĂa inmĂłvil, observando sus pensamientos, ya lentos, ya acelerados, como sus equĂvocos dedos sobre la mĂĄquina, como la pantalla que lo cegaba y que acompañaba el grito que venĂa desde la ventana.
2. La señora de las rosas
Ella escuchĂł el grito y acto seguido el escritor abriĂł abruptamente la puerta. Estaba pĂĄlido y preocupado, lo notĂł en la mirada congelada de sus ojos. Ella habĂa estado toda la tarde anterior arreglando el pequeño jardĂn del frente de su casa. Estuvo agregando flores, podando aquĂ y allĂĄ, cortando alguna que otra rama seca, regando. Se esmeraba mucho y por aquella razĂłn, sus rosas eran admiradas en la ciudad por todo transeĂșnte que deambulara por allĂ.
El secreto estaba mayormente en la disposiciĂłn: tres hileras de color rojo, tres de color rosa, tres amarillas, tres blancas y vuelta a empezar. Ese ritmo lo habĂa conseguido luego de numerosas pruebas, mirando y remirando (como si de un desconocido se tratase) aquellas beldades de las que era poseedora.
Vio al escritor salir y cruzĂł con Ă©l esa tierna mirada que los hacĂa cĂłmplices sin decir palabra. PensĂł que llevaba los ojos tristes, enfadados, seguramente nerviosos. Verlo la alterĂł en exceso: hacĂa varios dĂas que esperaba que apareciese. Era de esas esperas que la amargaban insoportablemente.
Un perro comenzĂł a cavar un agujero en la tierra, destrozando uno de sus rosales mĂĄs preciados. Ella, maldiciendo y de rodillas como estaba, pues habĂa notado una disparidad entre sus flores, comenzĂł un llanto profundo y sin sentido.
Luego, la mano helada de su esposo se posĂł en su hombro derecho intentando consolarla de la congoja. Al girarse para ponerse de pie, encontrĂł a un gato negro que la observaba fijamente y maullando. Al instante, todo se sumiĂł en un blanco profundo.
3. El señor de las rosas
Ăl cortaba con su gran cuchilla los sesos que prepararĂa para el almuerzo. TenĂa la costumbre previsora del orden y la planificaciĂłn de todo lo que hacĂa. En el piso de arriba lo esperaba su hermoso sillĂłn de terciopelo azul junto a la mesilla en la que guardaba sus papeles. Se sentĂa preocupado por su esposa: en los Ășltimos dĂas la habĂa notado extraña y distante, ocupada en su jardĂn la mayor parte del tiempo. En su interior temĂa secretamente que volvieran aquellos tiempos en los que se hallaban separados tĂĄcitamente, sin conversaciĂłn.
Esa frialdad de la que era capaz su esposa lo alteraba hasta el punto de estallar en furiosas escenas de celos.
HabĂa jurado no repetir el Ășltimo episodio, pero la veĂa tan arreglada, hermosa de rodillas, acariciando sus rosas, que sentĂa ganas de encerrarla y no dejarla salir nunca. Como en una vitrina que expone objetos valiosos, asĂ la querĂa, sublime, propia, solo develada a sus ojos.
A travĂ©s de la ventana, observĂł el puente en el que una mujer asomaba solitaria. PensĂł en cĂłmo aquel puente habĂa servido para su propuesta de matrimonio. En ese momento era Ă©l quien se hallaba de rodillas, sosteniendo entre sus manos (ahora ensangrentadas) aquella pequeña caja que contenĂa las alianzas.
Un grito lo sacĂł de su concentraciĂłn y sus divagues taciturnos. CorriĂł hacia el jardĂn en donde su esposa lloraba desconsoladamente frente a la visiĂłn del escritor.
ColocĂł una de sus sucias manos de sangre sobre el hombro de su mujer para obligarla a entrar a la casa, antes de que todo se desvaneciese.
4. La mujer del puente
La mujer del puente no sabĂa muy bien quĂ© hacĂa allĂ, observando el ĂĄspero suelo que la esperaba debajo. HabĂa ido a la peluquerĂa por la mañana como Ășltimo recurso frente a sus ideas de muerte, pero no habĂa logrado derrotarlas. Que no encontraba alguna razĂłn para seguir con su vida, eso ya lo habĂa notado. Que tampoco encontraba alguna razĂłn particular para morir sin dudar, a manos propias, tambiĂ©n lo sabĂa. HacĂa ya algunos años que no intentaba arrojarse al vacĂo. La Ășltima vez, un hombre que llevaba un gato negro bajo el brazo la habĂa disuadido:
âPuedes tener hijos, todavĂa âle habĂa dichoâ. Esa serĂa una buena razĂłn para quedarte en donde estĂĄs. Todo el mundo opina que son una gran fuente de amor.
Ahora pensaba que en aquella oportunidad se habĂa dejado convencer muy fĂĄcilmente, pero ahora que sabĂa la verdad, ya no le era tan vĂĄlido ese argumento.
Ya tenĂa un hijo, y venĂa otro en camino. Su abultado vientre no le permitĂa realizar grandes movimientos.
Un cortejo fĂșnebre pasĂł a su lado, al compĂĄs de las graves lamentaciones de los familiares de un fallecido reciente. El coche con el fĂ©retro se moviĂł lento y pausado. Pudo leer el nombre del muerto: lo conocĂa bien.
Angustiada escuchĂł el grito ensordecedor que le calĂł hondo en los huesos. Las nĂĄuseas se hicieron insoportables. VomitĂł, sin poder contenerse, sobre el cristal y las llantas del coche.
5. El cortejo fĂșnebre. El pintor
La noche anterior habĂa arropado a su madre enferma entre excesivos medicamentos. Ya casi no podĂa movilizarse. Como congelada en un existir sin rumbo, soportaba el dĂa a dĂa sin un objetivo especĂfico mĂĄs que el de, por fin, llegar a la muerte.
Ăl era su Ășnico hijo. MĂĄs allĂĄ del precio que tuvo que pagar por esto, su afĂĄn de aparecer importante a los ojos de su progenitora, en algĂșn momento, lo hacĂan esmerarse dejando de lado varias de sus diversiones favoritas para poder estar con ella.
Era el obeso del barrio. Las burlas constantes a las que habĂa sido sometido durante su existencia le forjaron un carĂĄcter fuerte.
HabĂa aprendido a pintar con gran dificultad, y esa noche culminarĂa una obra en la que trabajaba desde hacĂa varios meses: el retrato de su madre moribunda serĂa para ellos el sublime acto de uniĂłn que siempre les habĂa faltado.
PintĂł el Ășltimo trazo del cuadro y posĂł sus enseres sobre el cristal que se hallaba en la mesilla junto a ella y su gato. Luego, lavĂł con fanatismo uno a uno los pinceles sucios de acrĂlico. SintiĂł un quejido.
CayĂł en la cuenta de que habĂa olvidado comprar uno de sus remedios. AbriĂł la puerta y saliĂł, apurado por llegar a la farmacia antes del cierre. No notĂł nada extraño: a esa hor...