Los juegos del tiempo
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Los juegos del tiempo

Claudia Ingrid Tudisco

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  1. 232 pages
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Los juegos del tiempo

Claudia Ingrid Tudisco

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À propos de ce livre

Los juegos del tiempo" se compone de tres novelas cortas experimentales, que pretenden llevar al lĂ­mite la nociĂłn de novela tradicional e invitar a reflexionar sobre problemĂĄticas universales con objeto de conservar la memoria.La primera, "Cuentos de la selva de asfalto" presenta la posibilidad de leerla como cuentos independientes o de seguir el orden dado para completar una idea de unidad. La trama gira en torno a temas como la guerra, la curanderĂ­a, la sexualidad y la creaciĂłn.La segunda novela, "Las cuatro estaciones" estĂĄ estructurada en forma de poesĂ­a libre regida por los movimientos de la mĂșsica de Vivaldi. Recorre etapas en la vida de una mujer y su sentir ante el paso del tiempo, el amor, la maternidad y la muerte.La tercera, "RedenciĂłn" compuesta de relatos muy breves detenidos en el tiempo, es una biblia de personajes cruzados por el conflicto de las prĂĄcticas de destrucciĂłn masiva.

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Informations

ISBN
9789878702452
Édition
1
1. El escritor
AllĂ­ estaba, sentado e inmĂłvil, fijo en sus pensamientos creativos. Un individuo. Un ente. Calladamente caĂ­a su mirada criteriosa y profunda. Era moderado. No hacĂ­a un ademĂĄn fuera de sĂ­ mismo. Pensaba. Creaba. Afuera, el tumulto de la ciudad lo engullĂ­a como monstruoso ser ajeno. Hubiese dado lo indecible por acallar aquel ruido impertinente, como de otro tiempo, que no hacĂ­a mĂĄs que molestarlo y desconcentrarlo.
Se dijo que hubiese sido mejor no estar allĂ­, en ese momento, que la hora no era la correcta, que pronto llegarĂ­an mĂĄs y mĂĄs especĂ­menes a aguijonearlo con preguntas. Solo querĂ­a pensar. Pensar. Pensar. Poder volcar a un objeto permanente todo aquello que llevaba dentro. Pensar en silencio.
El silencio no llegaba. Un maullido del gato vecino esperaba interrumpirlo. Ese gato que un día lo arañó con frenético espanto.
Pensó que algo malo había pasado, que en alguna acción ese gato había percibido su equívoco paso por este mundo. Sí, estaba seguro de que algo lo había amedrentado. Quizås el latido de su corazón, quizås su andar cansino, quizås su hereje forma de observar la vida. Era un juego extraño esa vida que llevaba, tan de otro tiempo, tan oscura.
La oscuridad del gato y de su vida le parecieron iguales, opuestas completamente a la luz que entraba a través de la persiana entreabierta y que le cegaba los ojos.
Allí estaba, sentado, era luz y oscuridad, las estrellas galoparían junto a la luna en una danza al anochecer, y él, tan de otro tiempo, no habría avanzado, seguiría inmóvil, observando sus pensamientos, ya lentos, ya acelerados, como sus equívocos dedos sobre la måquina, como la pantalla que lo cegaba y que acompañaba el grito que venía desde la ventana.
2. La señora de las rosas
Ella escuchĂł el grito y acto seguido el escritor abriĂł abruptamente la puerta. Estaba pĂĄlido y preocupado, lo notĂł en la mirada congelada de sus ojos. Ella habĂ­a estado toda la tarde anterior arreglando el pequeño jardĂ­n del frente de su casa. Estuvo agregando flores, podando aquĂ­ y allĂĄ, cortando alguna que otra rama seca, regando. Se esmeraba mucho y por aquella razĂłn, sus rosas eran admiradas en la ciudad por todo transeĂșnte que deambulara por allĂ­.
El secreto estaba mayormente en la disposiciĂłn: tres hileras de color rojo, tres de color rosa, tres amarillas, tres blancas y vuelta a empezar. Ese ritmo lo habĂ­a conseguido luego de numerosas pruebas, mirando y remirando (como si de un desconocido se tratase) aquellas beldades de las que era poseedora.
Vio al escritor salir y cruzĂł con Ă©l esa tierna mirada que los hacĂ­a cĂłmplices sin decir palabra. PensĂł que llevaba los ojos tristes, enfadados, seguramente nerviosos. Verlo la alterĂł en exceso: hacĂ­a varios dĂ­as que esperaba que apareciese. Era de esas esperas que la amargaban insoportablemente.
Un perro comenzĂł a cavar un agujero en la tierra, destrozando uno de sus rosales mĂĄs preciados. Ella, maldiciendo y de rodillas como estaba, pues habĂ­a notado una disparidad entre sus flores, comenzĂł un llanto profundo y sin sentido.
Luego, la mano helada de su esposo se posĂł en su hombro derecho intentando consolarla de la congoja. Al girarse para ponerse de pie, encontrĂł a un gato negro que la observaba fijamente y maullando. Al instante, todo se sumiĂł en un blanco profundo.
3. El señor de las rosas
Él cortaba con su gran cuchilla los sesos que prepararĂ­a para el almuerzo. TenĂ­a la costumbre previsora del orden y la planificaciĂłn de todo lo que hacĂ­a. En el piso de arriba lo esperaba su hermoso sillĂłn de terciopelo azul junto a la mesilla en la que guardaba sus papeles. Se sentĂ­a preocupado por su esposa: en los Ășltimos dĂ­as la habĂ­a notado extraña y distante, ocupada en su jardĂ­n la mayor parte del tiempo. En su interior temĂ­a secretamente que volvieran aquellos tiempos en los que se hallaban separados tĂĄcitamente, sin conversaciĂłn.
Esa frialdad de la que era capaz su esposa lo alteraba hasta el punto de estallar en furiosas escenas de celos.
HabĂ­a jurado no repetir el Ășltimo episodio, pero la veĂ­a tan arreglada, hermosa de rodillas, acariciando sus rosas, que sentĂ­a ganas de encerrarla y no dejarla salir nunca. Como en una vitrina que expone objetos valiosos, asĂ­ la querĂ­a, sublime, propia, solo develada a sus ojos.
A través de la ventana, observó el puente en el que una mujer asomaba solitaria. Pensó en cómo aquel puente había servido para su propuesta de matrimonio. En ese momento era él quien se hallaba de rodillas, sosteniendo entre sus manos (ahora ensangrentadas) aquella pequeña caja que contenía las alianzas.
Un grito lo sacĂł de su concentraciĂłn y sus divagues taciturnos. CorriĂł hacia el jardĂ­n en donde su esposa lloraba desconsoladamente frente a la visiĂłn del escritor.
ColocĂł una de sus sucias manos de sangre sobre el hombro de su mujer para obligarla a entrar a la casa, antes de que todo se desvaneciese.

4. La mujer del puente
La mujer del puente no sabĂ­a muy bien quĂ© hacĂ­a allĂ­, observando el ĂĄspero suelo que la esperaba debajo. HabĂ­a ido a la peluquerĂ­a por la mañana como Ășltimo recurso frente a sus ideas de muerte, pero no habĂ­a logrado derrotarlas. Que no encontraba alguna razĂłn para seguir con su vida, eso ya lo habĂ­a notado. Que tampoco encontraba alguna razĂłn particular para morir sin dudar, a manos propias, tambiĂ©n lo sabĂ­a. HacĂ­a ya algunos años que no intentaba arrojarse al vacĂ­o. La Ășltima vez, un hombre que llevaba un gato negro bajo el brazo la habĂ­a disuadido:
—Puedes tener hijos, todavía –le había dicho–. Esa sería una buena razón para quedarte en donde estás. Todo el mundo opina que son una gran fuente de amor.
Ahora pensaba que en aquella oportunidad se habĂ­a dejado convencer muy fĂĄcilmente, pero ahora que sabĂ­a la verdad, ya no le era tan vĂĄlido ese argumento.
Ya tenĂ­a un hijo, y venĂ­a otro en camino. Su abultado vientre no le permitĂ­a realizar grandes movimientos.
Un cortejo fĂșnebre pasĂł a su lado, al compĂĄs de las graves lamentaciones de los familiares de un fallecido reciente. El coche con el fĂ©retro se moviĂł lento y pausado. Pudo leer el nombre del muerto: lo conocĂ­a bien.
Angustiada escuchĂł el grito ensordecedor que le calĂł hondo en los huesos. Las nĂĄuseas se hicieron insoportables. VomitĂł, sin poder contenerse, sobre el cristal y las llantas del coche.
5. El cortejo fĂșnebre. El pintor
La noche anterior habĂ­a arropado a su madre enferma entre excesivos medicamentos. Ya casi no podĂ­a movilizarse. Como congelada en un existir sin rumbo, soportaba el dĂ­a a dĂ­a sin un objetivo especĂ­fico mĂĄs que el de, por fin, llegar a la muerte.
Él era su Ășnico hijo. MĂĄs allĂĄ del precio que tuvo que pagar por esto, su afĂĄn de aparecer importante a los ojos de su progenitora, en algĂșn momento, lo hacĂ­an esmerarse dejando de lado varias de sus diversiones favoritas para poder estar con ella.
Era el obeso del barrio. Las burlas constantes a las que habĂ­a sido sometido durante su existencia le forjaron un carĂĄcter fuerte.
HabĂ­a aprendido a pintar con gran dificultad, y esa noche culminarĂ­a una obra en la que trabajaba desde hacĂ­a varios meses: el retrato de su madre moribunda serĂ­a para ellos el sublime acto de uniĂłn que siempre les habĂ­a faltado.
PintĂł el Ășltimo trazo del cuadro y posĂł sus enseres sobre el cristal que se hallaba en la mesilla junto a ella y su gato. Luego, lavĂł con fanatismo uno a uno los pinceles sucios de acrĂ­lico. SintiĂł un quejido.
Cayó en la cuenta de que había olvidado comprar uno de sus remedios. Abrió la puerta y salió, apurado por llegar a la farmacia antes del cierre. No notó nada extraño: a esa hor...

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