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Buscar la vida
Crónica de los niños migrantes atrapados en Melilla
Sabela Gonzålez, José Bautista
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Buscar la vida
Crónica de los niños migrantes atrapados en Melilla
Sabela Gonzålez, José Bautista
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Buscar la vidaes la forma en la que niños reales que viven en las calles de la ciudad fronteriza de Melilla describen la supervivencia. A travĂ©s de sus historias, descubre y denuncia la dura realidad de los jĂłvenes migrantes de origen marroquĂ que llegan a la ciudad. Las historias de esos menores abandonados por la administraciĂłn local española hablan de esperanza y superaciĂłn, y a travĂ©s de ellas se hace un anĂĄlisis de cĂłmo las instituciones de ambos paĂses esquivan sus responsabilidades, y de cĂłmo la corrupciĂłn profundiza su situaciĂłn de desamparo.
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Sous-sujet
JournalismusCentros de acogida
I
Los MENA entraron en la agenda mediĂĄtica y la gente hablaba de ellos sin parar en las redes sociales. Aquel verano de 2018, el tema tambiĂ©n cobrĂł un protagonismo insĂłlito en la penĂnsula, donde por primera vez los menores extranjeros se convertĂan en uno de los grandes temas de debate en la opiniĂłn pĂșblica. La prensa local recogĂa la postura del gobierno y, en menor medida, la de la oposiciĂłn, los empresarios y las organizaciones solidarias. Los medios nacionales destacaban casos de delincuencia que tenĂan lugar en Cataluña, PaĂs Vasco y AndalucĂa, donde la llegada de menores se habĂa incrementado â especialmente tras la oleada de represiĂłn en el Rif marroquĂ â, hasta el punto de que la Junta andaluza habĂa pedido ayuda al gobierno de la naciĂłn. Las tertulias de las grandes cadenas invitaban a politĂłlogos y expertos en criminalidad a analizar este fenĂłmeno, como si fuera nuevo, como si se tratara de un mero problema de seguridad y como si solo afectase a los españoles, pues las difĂciles circunstancias de los niños quedaban en segundo plano. Todo con una sutil distancia que marcaba la diferencia entre «nosotros», los españoles, y un lejano «ellos», los menores extranjeros. Arrancaban por entonces los primeros bulos virales en WhatsApp, Twitter y Facebook con mentiras tĂłxicas sobre, por ejemplo, supuestos regalos de miles de euros del gobierno a estos «perezosos» jĂłvenes extranjeros, mientras dejaba morir en la pobreza a ancianos jubilados.
En el lugar intermedio entre los gobernantes que tomaban decisiones y los menores que las padecĂan o se beneficiaban de ellas, habĂa voces valiosas que pasaban desapercibidas: las de quienes trabajaban para y con esos niños, personal de cocina y de limpieza, educadores sociales y auxiliares, profesionales sanitarios, docentes, etc.Â
En Melilla, ese silencio pesaba mĂĄs que en otras partes del paĂs. El tamaño de la ciudad, la necesidad de llevarse bien con el gobierno para obtener o conservar un empleo, y los problemas de independencia de los medios locales caĂan como una losa sobre muchas personas que veĂan el problema desde dentro y reprimĂan sus deseos de hablar: se autocensuraban para evitar problemas.
La forma de ver, sufrir, pensar, remangarse, involucrarse y actuar de las personas que trabajaban con los niños era distinta de la de quienes pasaban su dĂa en el despacho y solo se acercaban a esos menores para la foto protocolaria.
Frente a La PurĂsima, en la puerta que coincide con la tuberĂa de aguas fecales, los mosquitos no discriminaban a la hora de elegir entre picar a los niños o al Ășnico guarda de seguridad que vigilaba la entrada. A las once de la mañana de aquel viernes el sol ya calentaba con fuerza a travĂ©s de las nubes grises. Era puente porque el lunes se celebraban las fiestas de Melilla y en el ambiente se respiraba una calma parecida a la de los domingos. HacĂa turno un vigilante de mediana edad, corpulento pero en buena forma y con voz amigable. AtendĂa a una persona que, segĂșn explicaba, habĂa perdido su cartera y sospechaba que se la podĂa haber robado algĂșn menor del centro. El guarda intentaba tranquilizarla y prometĂa que avisarĂa si se enteraba de algo.
Aquel vigilante llevaba diecisiete años trabajando en La PurĂsima. «Eso estĂĄ asĂ desde que yo entré», decĂa señalando la tuberĂa de aguas fecales. Al igual que ese desagĂŒe, las distintas empresas que habĂan gestionado el centro apenas cambiaron las plantillas. Todas mantuvieron como jefe de personal a S. H. M., el trabajador al que mĂĄs temen los menores de La PurĂsima. El guarda se encontraba ante un dilema: querĂa hablar y denunciar cosas del centro que, a su parecer, estaban mal, pero no querĂa perder su trabajo.
«AquĂ la ley es que no se escuche nada, pero esto ya estĂĄ desbordado». Primero pasĂł un todoterreno de alta gama, despuĂ©s una furgoneta. Cada vez que un vehĂculo se acercaba a la puerta, el vigilante se ponĂa nervioso y se alejaba para que nadie pensara que estaba despachando con periodistas.
Desde el primer momento, el vigilante insistĂa en dejar claro que «el bolĂgrafo es la mejor arma». Apenas habĂan transcurrido unas semanas desde que saltĂł la noticia del educador que apuñalĂł a un menor dentro de La PurĂsima y el estigma contra los empleados del centro se habĂa reforzado. El vigilante aseguraba que nunca habĂa visto a un empleado apuñalar a un chico y estaba a favor de que expulsaran al agresor, «pero eso hay que demostrarlo». Y ahĂ venĂa el problema: no habĂa grabaciĂłn de los hechos porque «pasaron veinte dĂas y cuando la Guardia Civil vino a buscarlas (las grabaciones) por orden judicial, ya no estaban»[7]. El guarda sostenĂa que aquel incidente llevĂł a que dos vigilantes fueran sancionados de empleo y sueldo, pero evitaba dar mĂĄs detalles. «Ahora me voy pensando que bastante he hablado, aunque sĂ© quĂ© puedo y quĂ© no puedo decir, y prefiero callarme a mentir, porque mentir me darĂa fatiga», decĂa mientras iba y venĂa de la garita y saludaba con gesto rutinario a los vehĂculos que pasaban.
Aquel guarda sentĂa pena e indignaciĂłn. Pena porque, a su parecer, los niños no recibĂan el trato propio de personas de su edad y en su situaciĂłn. A tenor del nĂșmero de veces que lo repitiĂł, parecĂa que la distancia de esos chicos respecto a sus casas, y el que muchos no tuvieran padres, despertaba empatĂa en lo mĂĄs profundo de su ser. De estar en su situaciĂłn, «yo soy el primero que me perderĂa, somos todos iguales», insistĂa una y otra vez. Mientras hablaba, un grupo de chavales entraba a La PurĂsima y saludaban con cierta jovialidad diciendo al unĂsono «buenos dĂas, señor». «Intentamos ayudar, hacemos cosas que no entran en nuestras funciones, Âżpor quĂ© no nos escuchan? Hay que trabajar con los niños, hace falta psicologĂa, son niños», repetĂa el guarda.
TambiĂ©n sentĂa indignaciĂłn, porque veĂa cĂłmo la situaciĂłn de los menores se habĂa convertido en un negocio en el que la prioridad parecĂa estar en generar ingresos, y no tanto en cuidar correctamente a los chicos. «Esto mueve mucho dinero, ÂżquiĂ©n no va a querer esto? A cualquier ciudad le interesa (âŠ). Los niños no se adaptan, pero es que no se trabaja con ellos», explicaba. A partir de las tres de la tarde, casi todo el mundo volvĂa a casa y los niños quedaban desatendidos. Tras casi dos dĂ©cadas en el puesto, seguĂa escandalizĂĄndose de que solo hubiera enfermeros durante algunas horas en dĂas laborales, o que apenas hubiera educadores sociales, que son «los que tienen que educar al niño, ver cĂłmo hace la cama cuando se levanta, cĂłmo se tiene que comer en el comedor», explicaba, o que los niños se quedaran prĂĄcticamente solos los festivos y fines de semana. Aquel viernes coincidĂan ambos: tres dĂas seguidos de «servicios mĂnimos». El guarda opinaba que se contrataba a muchos mĂĄs auxiliares que educadores sociales porque, sencillamente, salĂa mĂĄs barato.
Este guarda se planteaba cambiar de destino. Era consciente de los problemas de enchufismo en ese y otros espacios responsabilidad del Gobierno melillense, y recordaba que «antes era muy distinto, habĂa mĂĄs trabajo», lo que dificultaba el chantajismo laboral en lugares como La PurĂsima. Sin embargo, a su juicio, el problema estaba generalizado. «Es el sistema, es todo», se resignaba mientras un helicĂłptero de la Guardia Civil sobrevolaba la zona a baja altura, sin sobrepasar la lĂnea invisible que, tambiĂ©n en el aire y muy cerca del centro, dividĂa territorio marroquĂ y español.
Algunos menores tutelados recibĂan cursos y talleres. SegĂșn el guarda, eso era algo que realmente funcionaba. El problema principal estaba en la saturaciĂłn del centro, como el mismo Wahid ya habĂa experimentado: «Cuando entrĂ© aquĂ habĂa setenta menores; en aquel tiempo los forenses daban una edad mĂĄs elevada, eran los tiempos de la Ley del menor y aquĂ tenĂan que entrar niños, porque sin niños no hay negocio». No era una norma, pero sĂ hubo chicos extranjeros que aseguraban ser menores y que, tras ser catalogados de adultos, habĂan optado por un camino sin retorno: el suicidio.
A pesar de las dificultades, muchos chicos salĂan adelante. Algunos incluso se convertĂan en educadores de calle y trataban de ayudar a otros menores que llegaban a Melilla en una situaciĂłn similar a la que ellos vivieron antes. «Algunos tienen ya mĂĄs de treinta años y yo no los recuerdo, pero vienen a saludarme por la calle», contaba lleno de orgullo el vigilante. «Uno de ellos, Mohamed, saharaui, se convirtiĂł en el mejor cortador de jamĂłn de Melilla, y otros estĂĄn tambiĂ©n trabajando en grandes restaurantes de aquĂ». Al «jamonero saharaui» incluso le hicieron un reportaje en TV Melilla.
«Espero no haber hablado mucho, notarĂ©is que estamos muy agobiados y tenemos ganas de hablar. Hay cosas muchĂsimo peores que no se pueden hablar. Si digo algo, al dĂa siguiente no estoy yo aquĂ. Mucha gente quiere hablar, pero va en juego el trabajo».
Por la cuesta subĂa un niño con muletas y una pierna escayolada desde la altura de la cadera. De fondo sonaba mĂșsica electrĂłnica con versos en ĂĄrabe, procedente del telĂ©fono de algĂșn chico. Su gesto y su lentitud evidenciaban dolor y cansancio. El vigilante se empezĂł a poner incĂłmodo. En su estado de salud, ese chico deberĂa haber vuelto en un vehĂculo de La PurĂsima o acompañado por la PolicĂa Local. Si las autoridades sorprendĂan a alguien intentando acercarle hasta el centro en su coche, podĂa haber problemas. «Hay que mantener una distancia, son menores y te pueden dar problemas».
Wahib tuvo un mal presagio al llegar a la puerta del centro de menores extranjeros. Junto a la entrada de La PurĂsima, un enjambre de mosquitos revoloteaba en torno a la tuberĂa de la que salĂan las aguas fecales que habĂan ambientado su trayecto desde el inicio de la cuesta. Le vinieron a la cabeza las advertencias y comentarios de sus paisanos. Wahid empezĂł a entender por quĂ© se reĂan cuando los educadores de calle les decĂan que aquel era un buen lugar, mejor que la calle.
HabĂan sido poco mĂĄs de diez minutos en coche desde la plaza de España hasta el centro de acogida de menores Fuerte La PurĂsima.
Al partir de la plaza, con el ruido de fondo de la emisora policial y el silencio de la calle, Wahid se habĂa quedado prendado con el Casino Militar y su escudo de la Segunda RepĂșblica en plena fachada. Wahid, a quien la pobreza digna habĂa dotado de un fino sentido de la observaciĂłn, habĂa sentido curiosidad por aquel escudo distinto del que lucĂan la bandera y los policĂas españoles. A travĂ©s de los cristales habĂa podido ver la estatua de Enrique Nieto, el arquitecto que situĂł a Melilla en el mapa mundial como la tercera ciudad con mĂĄs edificios modernistas del mundo â solo por detrĂĄs de Viena y Barcelonaâ; tambiĂ©n vio la fachada de la iglesia del Sagrado CorazĂłn de JesĂșs, la mĂĄs grande y bella que habĂa visto hasta ahora, y la Universidad Nacional de EducaciĂłn a Distancia (UNED), con sus adornos neogĂłticos y sus arcos escarzanos. Sobre la fachada de la UNED, donde hasta 2014 figuraba el nombre de Federico GarcĂa Lorca, lucĂa ahora el de RamĂłn GavilĂĄn, un cambio decretado por el gobierno local del PP para honrar al exprofesor del centro y exconsejero investigado por prevaricaciĂłn, malversaciĂłn, fraude y cohecho. El coche de policĂa tambiĂ©n pasĂł por delante del Colegio de Abogados de Melilla, feudo y sala de operaciones de Blas JesĂșs Imbroda, hermano del presidente Imbroda, decano del Colegio de Abogados de Melilla desde el año 2000 y hombre clave tanto dentro como fuera de la Ciudad AutĂłnoma.
De pronto, el coche patrulla se habĂa adentrado en un barrio ruidoso de calles estrechas y casas destartaladas. Wahid habĂa sentido miedo, aquello no parecĂa la misma ciudad. Lo primero que pensĂł fue: «Me han traĂdo de vuelta a Marruecos». AfinĂł los sentidos, entornĂł los ojos y su pulso volviĂł a la calma cuando vio que aquel barrio de colores caĂłticos y deslucidos estaba repleto de carteles en español y dariya. Wahid entendiĂł que seguĂa en Melilla, en «la otra Melilla», la que queda de espaldas a las prioridades del gobierno, esa en la que las avenidas amplias, limpias y bien asfaltadas, repletas de tiendas de moda y bancos y con aceras anchas del centro, se transforman en callejuelas colmadas de baches, pequeños establecimientos, mezquitas y ventanas rotas, con aceras angostas repletas de gente y basura, y el cielo queda eclipsado por una maraña imposible de cables y postes elĂ©ctricos. El vehĂculo atravesĂł un pequeño puente para cruzar el rĂo de oro, cuyo cauce estaba prĂĄcticamente seco, y sin saberlo Wahid traspasĂł la frontera invisible que divide en dos a este enclave español: a un lado del rĂo, la renta media por hogar era de mĂĄs de 64.800 euros en 2018, mientras que al otro lado no llegaba a 13.800 euros. En veinte metros y tras casi veinte años...