VENEZUELA
RegresĂ© a Venezuela despuĂ©s de tres años de ausencia; siento que Alicia me condujo a ese reencuentro con el abrazo de mi madre, la mirada de mi padre y la realidad doliente de un paĂs que me gritaba en Buenos Aires, pero al que no quise prestarle mucha atenciĂłn para no deprimirme.
Aunque me habĂa prometido no quedarme mĂĄs de tres meses, terminĂ© por escoger los colores de mi habitaciĂłn, me encerrĂ© a escribir las Ășltimas lĂneas de este libro y me dejĂ© estar, al punto de permitir que mi madre me hiciera el desayuno todos los domingos. ObservĂ© a mi padre colar el cafĂ©, cada tarde, para despuĂ©s beberlo juntos a la sombra del ĂĄrbol de topochos, mientras respirĂĄbamos la humedad caliente de Maracaibo.
Me volvĂ a enamorar de mi paĂs, me reconciliĂ© con esa realidad que negaba y que al regresar me rasgĂł, me dio una cachetada por tanta indiferencia y olvido.
Durante un año redescubrĂ la solidaridad, esa alegrĂa tan nuestra, el sentimiento de saberte de un lugar, aunque tu corazĂłn insista en no querer estar ahĂ.
Venezuela me devolviĂł el amor por la arepa y el agua de panela, me arropĂł en los brazos de mis padres, me dio un cariaquito y aceptĂł mis disculpas.
La sombra de Alicia en la cocina
Me lancĂ© a los brazos de mi madre, la casa estaba oscura, en la cocina no habĂa nadie. Ăramos las dos en mitad de la sala, nos quedamos asĂ varios minutos, sin decir palabras, oliĂ©ndonos, sintiĂ©ndonos cerca despuĂ©s de tanto tiempo. AcariciĂ© sus cabellos azabaches, le mirĂ© las manchas de la cara y en sus ojos sentĂ una ausencia de la que todavĂa no era consciente, Alicia se habĂa dormido para no despertar nunca mĂĄs; eso lo sabĂa, pero me faltaba estar en esa casa, sentarme en su sillĂłn y observar su imagen apenas en fotografĂas.
Aquella tarde, la Ășnica luz provenĂa de una vela encendida que alumbraba las manos de una Virgen del Carmen en la entrada de la casa. Mi madre preguntĂł por mi viaje, por el peso de Mandarina y por mi cara amarillosa. âSeguro ni comesâ, ella siempre afirma eso y, por supuesto, mi delgadez es una prueba a su favor. Hablamos poco, mi mente inventaba frases, pero mi boca no alcanzaba a decirlas, el letargo despertado en Ecuador se mantenĂa.
La casa de Alicia es la casa de todos. AllĂ, las fiestas cada navidad, los cumpleaños de primos y tĂos, las noticias familiares importantes, los amaneceres con cafĂ© reciĂ©n colado, las noches con arepas y plĂĄtanos cocidos. El ombligo umbilical de la familia GonzĂĄlez estaba amarrado a los ojos verdes de abu. Pero cuando regresĂ©, el cordĂłn se habĂa roto. No habĂa ni fiesta, ni lamento ni mucho menos la elegancia de Alicia en bata caminando por los cuartos o el patio. Se habĂa ido, mi madre y yo no quisimos hablar de ella, nos refugiamos en la alegrĂa de vernos otra vez frente a frente despuĂ©s de casi tres años.
***
MĂ©rida estaba cubierta por un velo y no era neblina. Las calles sucias, los faroles sin bombillos encendidos a las noches, los autobuses con carteles de âservicio hasta las 8:00 pmâ, las filas diarias en la panaderĂa cercana, los abuelitos saliendo y entrado a farmacias. Todo estaba cargado de mensajes, de una realidad que gritaban los medios de comunicaciĂłn y que yo me negaba a oĂr o leer. Una tarde fuimos a llevarle flores a Alicia con Tila, nos encontramos los jarrones vacĂos. Se habĂan robado las rosas amarillas que mi tĂo le comprĂł. Tampoco habĂa agua para regar el pasto con forma de corazĂłn que le habĂan mandado a hacer. No hubo mĂĄs que rezos y lĂĄgrimas. Mientras volvĂamos a la casa, en la emisora pregonaban que 15 minutos antes un tiroteo se habĂa registrado en Los PrĂłceres, la avenida en la que se ubica el cementerio. Nosotras no escuchamos nada, aun asĂ, Tila se apresurĂł y callĂł al locutor con un botĂłn. Una vez mĂĄs el silencio, advertĂ que era mejor callar tanta violencia, dedicarse a mirar las calles desde la ventana del carro y seguir el dĂa, aunque eso significara olvidar al caĂdo, al atravesado por las balas.
âÂżSerĂĄ verdad?âpreguntĂ© con un poco de ingenuidad.âNo se escuchĂł nada y estamos en la misma avenida.âinsistĂ con preocupaciĂłn.
âMejor que no escuches, hija. Ya estamos por llegar, en la casa hacemos cafĂ©.âdijo tĂa sin ninguna alarma en la cara, con la manos al volante y la mirada hacia el frente.
Mi madre se enjuagaba la nariz, tambiĂ©n miraba hacia adelante. Yo me sentĂa desubicada, solo pensaba en leer la noticia, en confirmar el supuesto tiroteo.
Tomamos cafĂ© y Tila nos contĂł que la ULA se iba a paro nuevamente. No habĂa alimentos para el comedor, tampoco lo suficiente para pagar a todos los empleados. La charla sirviĂł para revivir mis cinco años de estudiante en los que pude alimentarme hasta dos veces al dĂa en el comedor de la universidad, y la comida era abundante, si corrĂas con suerte hasta te servĂan dos veces. Te daban sopa, plato principal, jugo y postre; pagabas unas pocas monedas, tenĂas el beneficio de la comida por dedicarte a estudiar, a leer, a entrevistar al polĂtico y al vendedor de pastelitos en la calle. Se nos fue la tarde capturando imĂĄgenes del pasado, de la Venezuela que vivĂ a mis 23 años, pero que en apenas cinco años parecĂa muy distante.
Tanto nos reĂmos recordando que se me olvidaron las balas, los caĂdos.
***
Faltaba poco para emprender viaje hasta Maracaibo, allĂĄ nos esperaba Paâ. ConvencĂ a mi mamĂĄ de salir a caminar, querĂa recuperar esas viejas imĂĄgenes de la MĂ©rida que tanta felicidad me dieron durante la adolescencia. Desde la ventana del autobĂșs observaba filas de gente a la salida de supermercados, bodegas grandes, bazares chinos y panaderĂas. No pasaban de las 3:00 pm., sentĂ un hueco en el estĂłmago: mi mirada no podĂa concentrarse en las montañas que rodean la ciudad, tanta energĂa humana en las calles me gritaba, me exigĂa ser un testigo presente. Maâ notĂł mi confusiĂłn, me tomĂł la mano y la escuchĂ© como un susurro:
âEstĂĄn esperando a ver quĂ© llega, beba. Seguro es harina pan, la gente se desespera cuando sabe que va a llegar.â explicĂł maâ.
âPero, Âżellos no trabajan? Son las tres de la tarde.â cuestionĂ©.
âPara muchos hacer colas es ahora un trabajo, no ves que la mayorĂa de esa gente es bachaquera, ese es el trabajo mejor pagado en este paĂs. âconcluyĂł mi madre.
Esa tarde no entendĂ del todo lo que mi mamĂĄ intentaba decirme. Llegamos al centro, a la Plaza BolĂvar le faltaban varios faroles, muchos cajeros estaban destrozados; se me antojaron los tradicionales churros de Magnolia, pero la cola se extendĂa a casi una cuadra; tuve ganas de un helado en Mimoâs y la fila salĂa del local de la cuarta avenida. Continuamos calle abajo y llegamos a la PanaderĂa El Llano, en donde tantas veces mi hermana y yo devoramos pasteles de melocotĂłn y piñitas; tambiĂ©n habĂa fila, pero por mĂĄs que quisiĂ©ramos buscar atajos no habĂa escapatoria. Nos formamos, esperamos, el pan canilla se agotĂł, hubo gritos, lamentos. No habĂa pan dulce, un letrero de âNo hay azĂșcarâ lo adelantaba desde lejos, pero por necedad lo omitimos. Compramos pan francĂ©s y de leche, el precio del kilo de cafĂ© me obligĂł a despertar: Venezuela era otra, tan distinta a la de mis 16; tan improbable 12 años despuĂ©s. Mi mamĂĄ pagĂł y nos fuimos antes de que la ausencia de faroles nos obligara a correr entre la oscuridad en una ciudad repleta de basura.
***
El dĂa anterior a nuestra partida, maâ quiso regresar al cementerio, pero no la acompañé. PreferĂ pasar la tarde sola en la casa. Escudriñé el clĂłset de Alicia, encontrĂ© sus enaguas dobladas y amarillentas, sus medicinas con las horas aun marcadas en las cajas, su polvo y su perfume. RociĂ© un poco y olĂa a ella. EchĂ© mĂĄs, perfumĂ© su cuarto y me probĂ© unos aretes, me observĂ© por segundos en el espejo y suena raro, pero vi sus ojos en los mĂos, me vi pestañando como ella, sonreĂ hasta que sentĂ unos pasos en la cocina. SalĂ, no habĂa nadie. Me sentĂ© en la silla en que ella solĂa sentarse a mirar los pajaritos del patio y al voltear la mirada, la sombra de Alicia se movĂa en la cocina, con su bata clara, con sus manos moviendo la cuchara de madera. CerrĂ© los ojos. Al abrirlos, olĂa a cafĂ©, pero no habĂa mĂĄs que ollas vacĂas, estufas apagadas. MirĂ© hacia afuera, cerrĂ© los ojos de nuevo. Hola, abu, bendiciĂłn.
Juro haber visto tu sombra en la cocina, eras vos, abu, porque nadie mĂĄs andaba en bata por la casa.
A los minutos llegĂł maâ, con un retrato de Alicia y abuelo Luis enmarcado en madera. Lo colgĂł sobre la imagen de la virgen, rezĂł un Ave MarĂa. MirĂ© esa foto pero no eras vos, abu, no se parecĂa en nada a ti ni a tus ojos verdes aguarapados. Vos no sois esa, vos estĂĄis en la cocina, muĂ©rgana, me asustaste. EscribĂ esa frase en uno de mis cuadernos.
A la mañana siguiente mi mamå y ...