introducciĂłn
I
Si en 1973 enviabas un giro de 2,50 libras a cierto apartado postal de Merseyside, podĂas recibir de vuelta un disco en una funda sin marcar, de color amarillo huevina o rosa salmĂłn. O quizĂĄs tu dinero desaparecĂa y nadie contestaba tus siguientes reclamaciones.
Mi paquete solo llegĂł dos veces de tres; mal porcentaje para un escolar sin dinero, aunque el trofeo justificaba el riesgo. Aquello era algo ilĂcito, secreto, una experiencia fuera del alcance de la desprovista tienda de discos de mi ciudad natal, en la que algunos de mis compañeros de clase hurtaban singles de la secciĂłn de ofertas a la hora del almuerzo. Aunque yo era demasiado moral, o tenĂa demasiado miedo, como para imitarlos, aun asĂ estaba dispuesto a robar a las corporaciones y a los millonarios. AsĂ que escribĂa a aquella gente misteriosa que se ganaba la vida vendiendo LPs ilegales âpiratas, como eran conocidosâ a travĂ©s de anuncios redactados de forma oblicua en las Ășltimas pĂĄginas de las revistas musicales de Londres.
AsĂ es cĂłmo, a la edad de diecisĂ©is años, oĂ por primera vez una grabaciĂłn de Bob Dylan con los futuros miembros de The Band actuando en el Royal Albert Hall en 1966. Al menos eso decĂa la fotocopia amarilla que estaba metida dentro de la funda, Ășnica confirmaciĂłn de su contenido.
Al adquirir Royal Albert Hall, contra los deseos del artista y de su compañĂa discogrĂĄfica, habĂa comprado mi pertenencia a una sociedad secreta: aquello era informaciĂłn privilegiada, si se quiere, en la mitologĂa del rock ânâ roll. Yo ya sabĂa que mucha gente consideraba aquel disco como la cĂșspide artĂstica de la carrera de Dylan y, ademĂĄs, para mĂ su valor estĂ©tico se multiplicaba a causa de su exclusividad. Pero lo que no habĂa previsto era su fuerza sĂłnica, liberada con la furia y el desprecio de un hombre que sonaba como si estuviera mirando el apocalipsis a los ojos.
El clĂmax del ĂĄlbum se ha convertido en un fragmento de la mitologĂa de los años sesenta. Documenta la confrontaciĂłn entre miembros de la audiencia que se habĂan convencido a ellos mismos, contra toda evidencia sonora, de que Dylan solo era vĂĄlido con una guitarra acĂșstica y que era un hombre que habĂa puesto en juego su cordura al vivir en extremos tales como el volumen aplastante de una banda elĂ©ctrica. «Judas», gritĂł alguien desde el patio de butacas. Dylan, con voz cansina, lanzĂł una respuesta desdeñosa antes de dar la señal a sus mĂșsicos para comenzar «Like a Rolling Stone».
NingĂșn adjetivo puede empezar a describir el efecto que tuvo para mĂ sumergirme en aquella mĂșsica a lo largo de los meses siguientes. Mientras me hundĂa en una crisis nerviosa adolescente, aquella mĂșsica no me ofrecĂa exactamente salvaciĂłn (pues mi destino estaba sellado) y tampoco trascendencia, porque cuando dejaba de sonar aĂșn tenĂa que enfrentarme a mi propia existencia; pero sĂ me ofrecĂa reconocimiento, el indicio de que quizĂĄ no estaba entrando yo solo en la oscuridad, de que quizĂĄ uno podĂa descender al abismo con una actitud desafiante, con entereza, de que alguien mĂĄs habĂa estado allĂ antes. MĂĄs tarde, despuĂ©s del apocalipsis, asombrado de haber sobrevivido, obtuve de aquella misma actuaciĂłn la esperanza de la renovaciĂłn, de la misma forma que Dylan habĂa capeado el temporal (en otro relato mitolĂłgico) y habĂa encontrado alivio en un sĂłtano de Woodstock.
Treinta años despuĂ©s, tras regresar a la escena de mi colapso adolescente âal cabo de una surrealista serie de circunstancias romĂĄnticasâ, me encontrĂ© deambulando por el refrigerado limbo del centro comercial de mi ciudad natal, digiriendo impresiones nuevas y viejas. Entre el eco de las conversaciones se oĂa el distante sonido de la mĂșsica: destinada a encaminar nuestros consumistas pasos hacia el interior de los grandes almacenes o de los establecimientos de comida rĂĄpida, a suavizar nuestra entrada sin ser oĂda. Pero yo nunca puedo registrar la presencia de mĂșsica sin tratar de reconocerla, asĂ que me concentrĂ© y me di cuenta de que ya habĂa oĂdo antes aquel sonido. Y es que el contrabando de 1973 era ahora legal: remezclado, remasterizado y con una nueva envoltura (y relocalizado, en aras de la exactitud histĂłrica, de Londres al Free Trade Center de Manchester). Lo vendĂa una corporaciĂłn multinacional como un pedazo de historia autĂ©ntico y completamente autorizado (aĂșn trascendente, pero despojado de su lustre clandestino). La banda sonora de mi descenso a los infiernos bisbiseaba ahora a un volumen casi subliminal en aquel desangelado centro comercial. La mĂșsica que, años atrĂĄs, yo habrĂa elegido como una representaciĂłn de mi propia identidad, compuesta por un artista que caminaba sobre el abismo por una cuerda floja a punto de romperse y que habĂa declarado la guerra a su propia psique y a la sociedad, podĂa por fin reproducirse con perfecta calidad de sonido y servir de fondo para la venta de hamburguesas y de pantalones vaqueros. La mĂșsica era la misma, pero su estatus habĂa cambiado de forma tan radical como aquel hombre de mediana edad que ahora se esforzaba por comprender quĂ© significaba todo aquello.
Si la banda sonora del deterioro psicolĂłgico y de la depresiĂłn clĂnica se habĂa convertido en muzak, entonces sin duda nada estaba a salvo a una metamorfosis tan chocante y, quizĂĄs, tan cĂłmica como el destino del Gregor Samsa creado por Kafka. Otra escena me vino a la mente. El Dominion Theatre de Londres, 1991: el cartel prometĂa tres famosas bandas de los años sesenta, The Merseybeats, Hermanâs Hermits y The Byrds. O, para ser mĂĄs exactos: la mitad de los Merseybeats originales; algunos de los añejos Hermits pero sin Herman, y una formaciĂłn de los Byrds reunida por su primer baterĂa y acompañada de dos hombres que, en la Ă©poca de la primera visita del grupo a Inglaterra en 1965, debĂan de ir aĂșn en pantalones cortos.
Eran solo el telĂłn de fondo de un extraño choque de culturas. Los mĂșsicos se hacĂan pasar, de forma poco convincente, por la Ă©lite de 1965 y tocaban ante una audiencia dominada por adolescentes vestidos con imitaciones de las ropas de Carnaby Street con las que una vez se vistieron sus padres. Los jĂłvenes respondĂan a aquel sucedĂĄneo de nostalgia lanzĂĄndose a una exhibiciĂłn de bailes hippies que solo podĂan haber aprendido viendo noticiarios antiguos. El collage era surrealista: mĂșsica, movimiento y vestimentas completamente desfasados. Aquello indicaba una vana bĂșsqueda de una edad de oro por parte de una generaciĂłn que habĂa mamado la idea de que los años sesenta eran superiores a cualquier otra Ă©poca de la historia del ser humano.
O, de nuevo, un incidente que se repite a diario: estoy haciendo cola para pagar en la gasolinera y por los altavoces empieza a sonar «The Game of Love», de Wayne Fontana and The Mindbenders. Me relajo gracias a su familiaridad, la coreo en mi cabeza y de pronto me doy cuenta de lo que estĂĄ ocurriendo: en 2015, una mĂșsica que tiene casi cincuenta años proporciona una banda sonora casi permanente a nuestras transacciones comerciales y obsesiones consumistas. Por encima de nuestras cabezas es siempre 1958, 1965 o 1972, y la mĂșsica de la revoluciĂłn del rock ânâ roll âdos dĂ©cadas de Ă©xitos radiofĂłnicos, desde Bill Haley hasta Fleetwood Macâ es una moneda de cambio que ha sido tan despojada de su valor que ya no significa nada, ya no evoca ninguna sorpresa, ya no nos provoca nada sino cierto sentido de pertenencia, seamos o no lo suficientemente viejos como para recordar cuando era nueva y significaba algo. Es una mĂșsica que estĂĄ ya culturalmente vacĂa y que, aun asĂ, resulta familiar tanto para los hijos como para los padres. Es un ingrediente de nuestras vidas diarias tan constante y fiel como el logo de McDonaldâs o el de Tesco. En 1965, «The Game of Love» fue nĂșmero uno en la lista de Ă©xitos. En 1966, habĂa sido ya olvidada, barrida por las implacables oleadas de novedades. A comienzos de los setenta, mis amigos pensaban que yo era raro ây lo eraâ porque complementaba mi dieta de mĂșsica nueva con machacados singles de los sesenta que compraba en tiendas de segunda mano. Yo trataba de mantener vivo el pasado, pero no tenĂa por quĂ© haberme molestado: el pasado no iba a morir nunca. Es fĂĄcil imaginar que si viajĂĄramos a los espacios comunes del siglo XXII seguirĂamos oyendo en el aire «Walk On By», «Lola» y, sĂ, incluso «The Game of Love», justo al volumen suficiente para calmar los miedos de nuestros tataranietos y contribuir a su deseo de comprar.
II
En algĂșn lugar entre estos inquietantes encuentros con el pasado musical se encuentran las semillas de este libro. Durante la mayor parte del Ășltimo medio siglo, he sido un consumidor activo de mĂșsica popular en una variedad de formas cada vez mayor. Durante, quizĂĄs, el 70% de ese tiempo, he estado escribiendo sobre el mismo tema o al menos sobre una estrecha representaciĂłn del mismo. He sido lo suficiente afortunado como para que me paguen por investigar la historia del pop durante varias dĂ©cadas, lo que me ha llevado a experimentar mĂșsica que se encontraba muy alejada de mi estĂ©tica personal.
Aun asĂ, he impuesto esa estĂ©tica personal a todo lo que he escuchado, definiĂ©ndome a mĂ mismo como alguien a quien le gusta Bob Dylan pero no Tom Waits; Crosby, Stills, Nash & Young pero no Emerson, Lake & Palmer; Sonic Youth pero no The Smiths; el soul pero no el metal; algo de MOR pero no la mayor parte del AOR... Un vasto diagrama de Venn de elecciones y prejuicios en cuyo entrelazado corazĂłn se encuentra solamente un hombre hecho de la mĂșsica que ama.
Como sugiere mi experiencia en la gasolinera local, vivimos en un mundo en el que las personas como yo hemos creado y aprobado un canon de la mĂșsica popular que estĂĄ abierto a una constante revisiĂłn a medida que nuestra revista de rock clĂĄsico favorita publica la lista de «Los mejores ĂĄlbumes que jamĂĄs has oĂdo» o desliza una selecta rareza en «Los cien mejores singles de punk de todos los tiempos». Hay una lista autorizada de los mĂĄs importantes eventos de la historia musical, que todos coincidimos en reconocer, desde Elvis Presley en el estudio de Sun Records en 1954 hasta, sĂ, Bob Dylan y «Judas» en 1966, etcĂ©tera, etcĂ©tera, y una galerĂa de ĂĄlbumes clĂĄsicos y de singles capaces de cambiarnos la vida, de gĂ©neros vitales, de añoradas eras âeternamente nuevas, eternamente madurasâ listas para ser descubiertas.
Pero esta tambiĂ©n es una Ă©poca en la que cualquier sentido de consenso crĂtico o de legado cuidadosamente conservado ha sido demolido, casi de un solo golpe, por el alcance de internet. Cualquier persona con una conexiĂłn de banda ancha puede acceder a casi cualquier grabaciĂłn realizada desde la invenciĂłn del sonido grabado. Es verdad que los Ă©xitos de BeyoncĂ© ocupan un lugar preeminente en YouTube, iTunes y Spotify en comparaciĂłn con sus equivalentes de comienzos del siglo XX, como Mamie Smith o Marion Harris, pero lo Ășnico que nos separa de la mĂșsica de 1920 es el mismo clic del ratĂłn o el mismo deslizar del dedo por la tableta con los que accedemos a BeyoncĂ©. La elecciĂłn es completamente personal.
Por tanto, este es un momento Ășnico: por primera vez, la tecnologĂa moderna nos permite construir nuestra propia ruta a travĂ©s de la historia documentada, aunque tambiĂ©n despoja esa historia de contexto. Los sitios web de descargas y streaming nos ofrecen la mĂșsica, pero no nos dan ni un indicio de cuĂĄndo o porquĂ© o para quiĂ©n se compuso y se grabĂł esa mĂșsica. TambiĂ©n falta una explicaciĂłn de por quĂ© nos gusta la mĂșsica que escogemos, de cĂłmo hemos aprendido, a lo largo de las generaciones, a reaccionar como lo hacemos cuando la granizada de los soportes contemporĂĄneos nos abruma con jazz, hip hop o punk.
III
La invenciĂłn del sonido grabado hizo que la mĂșsica pasara de ser una experiencia a convertirse en un artefacto, algo que tuvo consecuencias fĂsicas y psicolĂłgicas cuyo eco resuena aĂșn hoy. El sonido grabado imponĂa una distancia entre el momento de creaciĂłn de la mĂșsica y el momento de la escucha y permitĂa infinitas repeticiones de lo que antes era una interpretaciĂłn Ășnica. TambiĂ©n facilitĂł la creaciĂłn de toda una industria âahora de alcance globalâ dedicada a producir, vender y diseminar grabaciones, y la invenciĂłn de la tecnologĂa para llevar esa mĂșsica a todo el mundo.
Esta revoluciĂłn en la forma de grabar mĂșsica ha alterado todo y a todos los que ha tocado: el intĂ©rprete, la audiencia y la propia mĂșsica. La naturaleza de ese cambio ha sido de largo alcance: ha dejado su marca en la forma en que pensamos, la forma en que sentimos e incluso la forma en que nos movemos. (Hasta ha liberado nuestra ropa interior, o eso relataban los horrorizados comentadores de los años veinte cuando las mujeres se desabrochaban el corsĂ© para bailar el charlestĂłn). Los cambios mĂĄs poderosos han sido aquellos que han conllevado un cambio en las cadencias que gobiernan nuestras vidas, desde la sincopaciĂłn del ragtime y del jazz hasta el implacable ritmo computarizado de los ritmos de baile actuales. Esos cambios han alterado la forma en que interactuamos los unos con los otros. Han alterado el lenguaje del amor y la retĂłrica del odio. Han permitido que razas enteras se comuniquen y se asimilen mĂĄs fĂĄcilmente y han proporcionado el combustible que podrĂa hacer que las llamas devoren esas relaciones.
A cada paso del camino, la mĂșsica ha representado la modernidad, siempre opuesta a lo convencional y lo tradicional (ese viejo mundo que perpetuamente intimida y hostiga a los jĂłvenes). Pero una de las caracterĂsticas de la mĂșsica, independientemente de sus orĂgenes, es que sus placeres son inagotables. Cada revoluciĂłn musical ha alterado la banda sonora de la Ă©poca y ha dejado a todos sus predecesores intactos. Lo dominante de ayer se convierte en la memoria cuidadosamente conservada de mañana, que revivirĂĄ nuestro pasado individual y colectivo cada vez que el oyente saque un disco favorito de su estante (o abra la descarga correspondiente).
La tecnologĂa...