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Regreso a Qart Hadasht
Los quince barcos mercantes navegaban en dos hileras. El fresco viento otoñal del oeste henchĂa las velas y embravecĂa el mar. Sin embargo, los navĂos se mantenĂan en lĂnea; sus pesados cargamentos se encargaban de ello: la mayorĂa llevaban las bodegas llenas de lingotes de hierro ibĂ©rico destinados a las forjas pĂșnicas. A la izquierda, ocho veleros; a la derecha, cubriendo los claros, siete; desde el mar aĂșn no podĂa calcularse la distancia que los separaba de la costa que podĂa intuirse en el horizonte gris.
Tres de los barcos llevaban un gran ojo rojo en la vela; lo mismo la nave insignia. El capitĂĄn cambiĂł un par de palabras con los arqueros acuclillados tras la borda, en proa; luego siguiĂł caminando hacia la popa. Al igual que su piloto, el capitĂĄn calzaba sandalias provistas de gruesas plantillas de corcho; el peto de cuero colocado sobre la sucia tĂșnica parecĂa molestarle un poco. Siempre se lo quitaba cuando hacĂa una revisiĂłn general del barco. El pequeño bote salvavidas yacĂa con la quilla hacia arriba al lado del mĂĄstil, asegurado con cuñas; la tapa del barril de agua estaba cerrada con clavos: los cabos y miles de otros objetos que por lo comĂșn eran dejados sueltos en cualquier parte habĂan sido quitados de en medio o amarrados firmemente. La cubierta se veĂa extrañamente lisa y ordenada.
El capitĂĄn subiĂł la escalera que llevaba a la cubierta de popa; dos peldaños de una sola zancada. EchĂł un vistazo a la vela, saludĂł con un movimiento de cabeza al joven pasajero apoyado contra la borda y señalĂł hacia la derecha, hacia el continente libio. Algo flameaba allĂ a intervalos regulares: almenaras. El oficial pĂșnico se encogiĂł de hombros. TambiĂ©n Ă©l llevaba un peto de cuero sobre la tĂșnica. HabĂa guardado la capa roja en el camarote, bajo la cubierta de proa; el yelmo de penacho rojo yacĂa a sus pies.
âSerĂa mejor que miraras el mar âdijo. Sus orejas estaban cargadas de argollas.
El capitĂĄn entornĂł los ojos para ver mejor.
âÂżCĂłmo? Ja. AllĂ estĂĄn. Cinco, no, siete. Trirremes. Que Melkart los destruya. âMoviĂł varias veces la cabeza como asintiendo enĂ©rgicamente, al tiempo que se mesaba la barba gris con la mano derecha.
El oficial chascĂł la lengua.
âNo te excites. Mantengamos el rumbo. âSe acercĂł al piloto.
âNo hay problema, hijo, quiero decir, «señor».
El timonel mostrĂł una breve sonrisa burlona, y luego se inclinĂł sobre la borda. Agua verde plomiza bullĂa en torno al madero guarnecido en bronce que se estremecĂa dentro de sus broncĂneas argollas en la parte exterior derecha de la cubierta de popa. La pala del timĂłn no podĂa verse desde allĂ.
âPero estarĂa bien ir un poco mĂĄs rĂĄpido.
En el centro del barco el agua pasaba apenas tres palmos por debajo de la borda del cargado navĂo; ni siquiera con buen viento hubiera sido posible hacer un viaje tranquilo.
Tres marineros estaban arrodillados al pie del mĂĄstil. TenĂan los ojos cerrados y las manos levantadas hacia el cielo; entonaban un canto sordo y sombrĂo en una lengua ĂĄspera. Sus torsos desnudos se balanceaban rĂtmicamente de delante hacia atrĂĄs.
âSardos âdijo el capitĂĄn. Se acercĂł al joven apoyado contra la bordaâ. Sandaliotas, AntĂgono. Rezan pidiendo que se les reciba con misericordia en el otro mundo.
AntĂgono esbozĂł una sonrisa.
âSi el otro mundo es tan desagradable como su idioma⊠âVolviĂł a dirigir la vista al mar.
Los barcos de guerra se arrastraban sobre la superficie del agua. VenĂan del nordeste, remando contra el viento. HacĂa mucho que habĂan bajado los mĂĄstiles.
El oficial carraspeĂł.
âHay cosas peores. Los dialectos de los honderos baleares, por ejemplo. Y tampoco el latĂn es mejor. Pero hasta los mudos van a parar al otro mundo. Y por desgracia tambiĂ©n los romanos.
Los trirremes se acercaban rĂĄpidamente. AntĂgono suspirĂł, se inclinĂł, recogiĂł el peto y se lo puso. HabĂa querido esperar hasta el Ășltimo momento para hacerlo, y ahora las circunstancias le parecĂan incĂłmodas. Ya podĂan divisarse los puentes de abordaje, contra los que nadie habĂa ideado aĂșn una defensa. Tres años antes, durante el transcurso del tercer año de la Gran Guerra de Sicilia, habĂa surgido por primera vez una flota romana, construida a imagen de un navĂo pĂșnico encallado en una costa; y como los romanos nunca hubieran podido reunir la experiencia secular de los pĂșnicos en lo referente al mar y los barcos, los estrategas romanos inventaron estos puentes de abordaje para inundar los barcos enemigos con soldados de a pie y convertir los combates navales en verdaderas batallas terrestres sobre el mar.
El oficial parecĂa estar pensando algo similar.
âEsta vez no les servirĂĄn de nada sus malditos cuervos âdijo a media vozâ. No se acercarĂĄn lo suficiente como para clavar sus garras en nuestros barcos. âHizo una señal al capitĂĄn.
Un estridente silbido hecho con tres dedos en la boca. Los marineros se alistaron. El oficial se inclinĂł, cogiĂł una trompeta, se la llevĂł a la boca y soplĂł. Desde hacĂa ya algĂșn tiempo, los barcos romanos, restos de la gran flota, acostumbraban atacar veleros mercantes frente a las costas libias; y desaparecĂan apenas divisaban una escuadra de navĂos militares. Ahora el almirante de la armada pĂșnica habĂa enviado algunas naves a un viaje nocturno hacia el oeste; estos se habĂan detenido ante Hipu, esperando que se reunieran allĂ un buen nĂșmero de mercantes con rumbo a Qart Hadasht, como señuelo. Todo comerciante debĂa embarcar a un oficial y a un grupo de arqueros, y luego seguir navegando alejado de la costa, como si nada hubiera pasado. El padre de la idea habĂa sido AmĂlcar, segĂșn dijo el oficial.
âÂĄRecoged las velas! ÂĄTodo a estribor! âLa voz del capitĂĄn resonaba sobre el barco; en vano intentĂł AntĂgono reconocer una pizca de miedo o inseguridad oculta en esa voz.
Los quince mercantes hicieron la misma maniobra, formando grandes claros en la doble hilera de barcos.
Las seis penteras pĂșnicas se habĂan mantenido ocultas tras los mercantes. Ahora dejaban caer los mĂĄstiles y velas al tiempo que los largos remos se introducĂan en el agua. Solo una fila de remos, pero con cinco hombres en cada remo: eran terribles la velocidad y la vehemencia con que los barcos podĂan empezar a moverse despuĂ©s de haber estado casi parados. Atravesaron los claros saliendo al encuentro de los romanos.
âÂĄIzad las velas! ÂĄVolved al antiguo rumbo!
El piloto esperĂł el instante exacto en que las velas empezaron a henchirse y el barco volviĂł a recibir la presiĂłn del viento.
âTontos ârefunfuñó el oficialâ. Tontos romanos.
El mercante habĂa vuelto a su rumbo original; los demĂĄs lo seguĂan en doble fila.
âÂżPor quĂ© tontos? âAntĂgono miraba el lugar donde pronto se encontrarĂan las naves de guerra. El viento desgarraba violentas señales de trompeta.
âLos barcos mercantes suelen sumirse en el mayor desorden cuando se ven atacados por navĂos de guerra. Que nosotros no hayamos salido huyendo chocando unos contra otros, como gansos, deberĂa haberlos puesto sobre aviso.
Los mercantes no tardaron en dejar atrĂĄs el reciĂ©n iniciado combate naval; desde la cubierta de popa de las primeras naves ya solo se divisaba una parte de la escaramuza. Una pentera pĂșnica pasaba entre dos trirremes romanos. Los remos del lado izquierdo se introducĂan en el agua apenas los del lado derecho salĂan de esta. Los romanos no estaban preparados para enfrentarse con un enemigo de su misma talla; AntĂgono veĂa el laberinto formado a bordo de los trirremes. La pentera, fuera del alcance de los cuervos emplazados tanto en popa como en proa, se deslizĂł sobre los remos del navĂo que tenĂa a su izquierda. Arqueros gatĂșlicos y honderos baleares desataron una lluvia de flechas y piedras sobre los romanos; dos pequeñas catapultas orientables barrieron la cubierta del trirreme con trozos de plomo, piedras afiladas y clavos. Al mismo tiempo, otro grupo de gatĂșlicos disparĂł flechas incendiarias sobre al navĂo ubicado a la derecha de la pentera. Fue cuestiĂłn de segundos. Dos o tres calderos llenos de pez, aceite y resma volaron desde la popa hasta el trirreme de la izquierda, ya completamente sumido en el caos. Los remos de uno de sus flancos estaban hechos pedazos, y los del otro no habĂan podido suspender su trabajo con la suficiente rapidez. Grandes llamaradas se levantaban por doquier.
AntĂgono cerrĂł los ojos un momento. A bordo de la pentera todo eso debĂa de verse y desarrollarse de forma terrible. ImaginĂł que oĂa los gritos de los remeros, alcanzados, destrozados, apagados por los de aquellos que salĂan disparados con espantosa violencia al quebrarse el remo que empuñaban.
Cuando volviĂł a abrir los ojos aparecieron ante Ă©l precisamente los remos de estribor; la pentera bajĂł la velocidad, girĂł casi sobre el sitio. Los remos de babor se hundieron en el agua; cuatro, cinco, seis poderosos golpes y el broncĂneo espolĂłn de proa se incrustĂł en la popa del segundo navĂo romano, que ardĂa en llamas desde hacĂa ya un largo rato. El cuervo cayĂł a toda velocidad, pero los garfios no fueron a dar sobre madera, sino sobre el revestimiento de proa de la pentera, arañaron el hierro y cayeron ...