AnĂ­bal
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AnĂ­bal

Gisbert Haefs

  1. 640 pages
  2. Spanish
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AnĂ­bal

Gisbert Haefs

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Siglo III a. C.Cartago, la ciudad mĂĄs prĂłspera del MediterrĂĄneo occidental, combate por preservar sus derechos frente al emergente dominio de Roma. Esta lucha verĂĄ algunas de las batallas mĂĄs sangrientas y salvajes de todos los tiempos, en la que morirĂĄn cientos de miles de hombres.En medio de este conflicto, surgirĂĄ una figura que se ha convertido en mito y leyenda: AnĂ­bal Barca, uno de los mĂĄs grandes generales de la Historia, cuyas tĂĄcticas todavĂ­a se estudian en las escuelas militares hoy en dĂ­a.AnĂ­bal desafiarĂĄ y pondrĂĄ en jaque el poder de Roma cruzando los Pirineos y los Alpes con un ejĂ©rcito en el que se incluĂ­an elefantes de guerra, y derrotĂĄndola en batallas como la del rĂ­o Trebia, la del lago Trasimeno y la de Cannas.El narrador de la historia es AntĂ­gono, banquero y consejero de la familia Barca, de origen griego y asentado en Cartago, que nos ofrece una visiĂłn de las guerras pĂșnicas desde el punto de vista de los vencidos.El AnĂ­bal de Gisbert Haefs se ha convertido, con todo merecimiento, en un clĂĄsico de gĂ©nero histĂłrico.

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Informations

Année
2021
ISBN
9788418491283

1

Regreso a Qart Hadasht
Los quince barcos mercantes navegaban en dos hileras. El fresco viento otoñal del oeste henchĂ­a las velas y embravecĂ­a el mar. Sin embargo, los navĂ­os se mantenĂ­an en lĂ­nea; sus pesados cargamentos se encargaban de ello: la mayorĂ­a llevaban las bodegas llenas de lingotes de hierro ibĂ©rico destinados a las forjas pĂșnicas. A la izquierda, ocho veleros; a la derecha, cubriendo los claros, siete; desde el mar aĂșn no podĂ­a calcularse la distancia que los separaba de la costa que podĂ­a intuirse en el horizonte gris.
Tres de los barcos llevaban un gran ojo rojo en la vela; lo mismo la nave insignia. El capitĂĄn cambiĂł un par de palabras con los arqueros acuclillados tras la borda, en proa; luego siguiĂł caminando hacia la popa. Al igual que su piloto, el capitĂĄn calzaba sandalias provistas de gruesas plantillas de corcho; el peto de cuero colocado sobre la sucia tĂșnica parecĂ­a molestarle un poco. Siempre se lo quitaba cuando hacĂ­a una revisiĂłn general del barco. El pequeño bote salvavidas yacĂ­a con la quilla hacia arriba al lado del mĂĄstil, asegurado con cuñas; la tapa del barril de agua estaba cerrada con clavos: los cabos y miles de otros objetos que por lo comĂșn eran dejados sueltos en cualquier parte habĂ­an sido quitados de en medio o amarrados firmemente. La cubierta se veĂ­a extrañamente lisa y ordenada.
El capitĂĄn subiĂł la escalera que llevaba a la cubierta de popa; dos peldaños de una sola zancada. EchĂł un vistazo a la vela, saludĂł con un movimiento de cabeza al joven pasajero apoyado contra la borda y señalĂł hacia la derecha, hacia el continente libio. Algo flameaba allĂ­ a intervalos regulares: almenaras. El oficial pĂșnico se encogiĂł de hombros. TambiĂ©n Ă©l llevaba un peto de cuero sobre la tĂșnica. HabĂ­a guardado la capa roja en el camarote, bajo la cubierta de proa; el yelmo de penacho rojo yacĂ­a a sus pies.
—Sería mejor que miraras el mar —dijo. Sus orejas estaban cargadas de argollas.
El capitĂĄn entornĂł los ojos para ver mejor.
—¿CĂłmo? Ja. AllĂ­ estĂĄn. Cinco, no, siete. Trirremes. Que Melkart los destruya. —MoviĂł varias veces la cabeza como asintiendo enĂ©rgicamente, al tiempo que se mesaba la barba gris con la mano derecha.
El oficial chascĂł la lengua.
—No te excites. Mantengamos el rumbo. —Se acercó al piloto.
—No hay problema, hijo, quiero decir, «señor».
El timonel mostrĂł una breve sonrisa burlona, y luego se inclinĂł sobre la borda. Agua verde plomiza bullĂ­a en torno al madero guarnecido en bronce que se estremecĂ­a dentro de sus broncĂ­neas argollas en la parte exterior derecha de la cubierta de popa. La pala del timĂłn no podĂ­a verse desde allĂ­.
—Pero estaría bien ir un poco más rápido.
En el centro del barco el agua pasaba apenas tres palmos por debajo de la borda del cargado navĂ­o; ni siquiera con buen viento hubiera sido posible hacer un viaje tranquilo.
Tres marineros estaban arrodillados al pie del mĂĄstil. TenĂ­an los ojos cerrados y las manos levantadas hacia el cielo; entonaban un canto sordo y sombrĂ­o en una lengua ĂĄspera. Sus torsos desnudos se balanceaban rĂ­tmicamente de delante hacia atrĂĄs.
—Sardos —dijo el capitán. Se acercó al joven apoyado contra la borda—. Sandaliotas, Antígono. Rezan pidiendo que se les reciba con misericordia en el otro mundo.
AntĂ­gono esbozĂł una sonrisa.
—Si el otro mundo es tan desagradable como su idioma
 —Volvió a dirigir la vista al mar.
Los barcos de guerra se arrastraban sobre la superficie del agua. VenĂ­an del nordeste, remando contra el viento. HacĂ­a mucho que habĂ­an bajado los mĂĄstiles.
El oficial carraspeĂł.
—Hay cosas peores. Los dialectos de los honderos baleares, por ejemplo. Y tampoco el latĂ­n es mejor. Pero hasta los mudos van a parar al otro mundo. Y por desgracia tambiĂ©n los romanos.
Los trirremes se acercaban rĂĄpidamente. AntĂ­gono suspirĂł, se inclinĂł, recogiĂł el peto y se lo puso. HabĂ­a querido esperar hasta el Ășltimo momento para hacerlo, y ahora las circunstancias le parecĂ­an incĂłmodas. Ya podĂ­an divisarse los puentes de abordaje, contra los que nadie habĂ­a ideado aĂșn una defensa. Tres años antes, durante el transcurso del tercer año de la Gran Guerra de Sicilia, habĂ­a surgido por primera vez una flota romana, construida a imagen de un navĂ­o pĂșnico encallado en una costa; y como los romanos nunca hubieran podido reunir la experiencia secular de los pĂșnicos en lo referente al mar y los barcos, los estrategas romanos inventaron estos puentes de abordaje para inundar los barcos enemigos con soldados de a pie y convertir los combates navales en verdaderas batallas terrestres sobre el mar.
El oficial parecĂ­a estar pensando algo similar.
—Esta vez no les servirĂĄn de nada sus malditos cuervos —dijo a media voz—. No se acercarĂĄn lo suficiente como para clavar sus garras en nuestros barcos. —Hizo una señal al capitĂĄn.
Un estridente silbido hecho con tres dedos en la boca. Los marineros se alistaron. El oficial se inclinĂł, cogiĂł una trompeta, se la llevĂł a la boca y soplĂł. Desde hacĂ­a ya algĂșn tiempo, los barcos romanos, restos de la gran flota, acostumbraban atacar veleros mercantes frente a las costas libias; y desaparecĂ­an apenas divisaban una escuadra de navĂ­os militares. Ahora el almirante de la armada pĂșnica habĂ­a enviado algunas naves a un viaje nocturno hacia el oeste; estos se habĂ­an detenido ante Hipu, esperando que se reunieran allĂ­ un buen nĂșmero de mercantes con rumbo a Qart Hadasht, como señuelo. Todo comerciante debĂ­a embarcar a un oficial y a un grupo de arqueros, y luego seguir navegando alejado de la costa, como si nada hubiera pasado. El padre de la idea habĂ­a sido AmĂ­lcar, segĂșn dijo el oficial.
—¡Recoged las velas! ¡Todo a estribor! —La voz del capitán resonaba sobre el barco; en vano intentó Antígono reconocer una pizca de miedo o inseguridad oculta en esa voz.
Los quince mercantes hicieron la misma maniobra, formando grandes claros en la doble hilera de barcos.
Las seis penteras pĂșnicas se habĂ­an mantenido ocultas tras los mercantes. Ahora dejaban caer los mĂĄstiles y velas al tiempo que los largos remos se introducĂ­an en el agua. Solo una fila de remos, pero con cinco hombres en cada remo: eran terribles la velocidad y la vehemencia con que los barcos podĂ­an empezar a moverse despuĂ©s de haber estado casi parados. Atravesaron los claros saliendo al encuentro de los romanos.
—¡Izad las velas! ¡Volved al antiguo rumbo!
El piloto esperĂł el instante exacto en que las velas empezaron a henchirse y el barco volviĂł a recibir la presiĂłn del viento.
—Tontos —refunfuñó el oficial—. Tontos romanos.
El mercante habĂ­a vuelto a su rumbo original; los demĂĄs lo seguĂ­an en doble fila.
—¿Por quĂ© tontos? —AntĂ­gono miraba el lugar donde pronto se encontrarĂ­an las naves de guerra. El viento desgarraba violentas señales de trompeta.
—Los barcos mercantes suelen sumirse en el mayor desorden cuando se ven atacados por navíos de guerra. Que nosotros no hayamos salido huyendo chocando unos contra otros, como gansos, debería haberlos puesto sobre aviso.
Los mercantes no tardaron en dejar atrĂĄs el reciĂ©n iniciado combate naval; desde la cubierta de popa de las primeras naves ya solo se divisaba una parte de la escaramuza. Una pentera pĂșnica pasaba entre dos trirremes romanos. Los remos del lado izquierdo se introducĂ­an en el agua apenas los del lado derecho salĂ­an de esta. Los romanos no estaban preparados para enfrentarse con un enemigo de su misma talla; AntĂ­gono veĂ­a el laberinto formado a bordo de los trirremes. La pentera, fuera del alcance de los cuervos emplazados tanto en popa como en proa, se deslizĂł sobre los remos del navĂ­o que tenĂ­a a su izquierda. Arqueros gatĂșlicos y honderos baleares desataron una lluvia de flechas y piedras sobre los romanos; dos pequeñas catapultas orientables barrieron la cubierta del trirreme con trozos de plomo, piedras afiladas y clavos. Al mismo tiempo, otro grupo de gatĂșlicos disparĂł flechas incendiarias sobre al navĂ­o ubicado a la derecha de la pentera. Fue cuestiĂłn de segundos. Dos o tres calderos llenos de pez, aceite y resma volaron desde la popa hasta el trirreme de la izquierda, ya completamente sumido en el caos. Los remos de uno de sus flancos estaban hechos pedazos, y los del otro no habĂ­an podido suspender su trabajo con la suficiente rapidez. Grandes llamaradas se levantaban por doquier.
Antígono cerró los ojos un momento. A bordo de la pentera todo eso debía de verse y desarrollarse de forma terrible. Imaginó que oía los gritos de los remeros, alcanzados, destrozados, apagados por los de aquellos que salían disparados con espantosa violencia al quebrarse el remo que empuñaban.
Cuando volvió a abrir los ojos aparecieron ante él precisamente los remos de estribor; la pentera bajó la velocidad, giró casi sobre el sitio. Los remos de babor se hundieron en el agua; cuatro, cinco, seis poderosos golpes y el broncíneo espolón de proa se incrustó en la popa del segundo navío romano, que ardía en llamas desde hacía ya un largo rato. El cuervo cayó a toda velocidad, pero los garfios no fueron a dar sobre madera, sino sobre el revestimiento de proa de la pentera, arañaron el hierro y cayeron ...

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