Todo el mundo sabe que vuelves a casa
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Todo el mundo sabe que vuelves a casa

Natalia Sylvester

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  1. 200 pages
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Todo el mundo sabe que vuelves a casa

Natalia Sylvester

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Todo el mundo sabe que vuelves a casa es una historia, o un entramado de historias, acerca de las fronteras: entre México y Estados Unidos, entre el pasado y el presente, entre la esperanza y la desesperación, entre el amor y el desamor, entre la vida y la muerte, entre la realidad y la ficción. Sylvester nos regala una saga familiar que es a la vez épica e íntima, un inolvidable relato del ilimitado poder del amor y la redención. Con gran destreza literaria, con un sutil sentido del humor y con una ternura a prueba de las peores tragedias personales, la autora aborda en esta excelente novela, mediante la creación de personajes inolvidables, la dolorosa experiencia de miles y miles de mexicanos que migraron clandestinamente a Estados Unidos a finales del siglo pasado, y la de sus numerosos descendientes, hoy estadounidenses de pleno derecho, que añoran o repudian a un México a veces idealizado y casi nunca ideal.

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CapĂ­tulo 1
2 de noviembre de 2012
El gran dĂ­a

Se casaron en Día de Muertos, lo cual no llamó la atención de nadie en todos los meses de planeación, hasta que el difunto suegro de la novia se apareció en el auto cuando terminó la ceremonia. Se ma­nifestó detrås del volante y estiró su brazo por detrås del asiento del copiloto para ver de frente a Isabel y a Martín.
—Hermosa ceremonia, mijo —expresó.
Las sonrisas de la pareja se congelaron. Tardaron lo que pareció una eternidad en pronunciar palabra, y cuando lo hicieron no pu­dieron mås que balbucear.
Toda la vida, Isabel había oído historias sobre espíritus que ve­nían a pasar este día con su familia. De niña construía altares para sus bisabuelos, conmovedores tributos hechos con cajas de zapatos abiertas, adornadas con flores de papel e imågenes de figuras reli­giosas que se parecían mucho a los dioramas que hacía en primaria. De adolescente, su familia se congregaba en torno a la tumba de su tía abuela para limpiarla; un año su madre incluso llevó una aspira­dora de baterías para la låpida. Hoy recordamos a nuestros muertos, decía siempre su madre. Los honramos.
El padre de Martín lucía mås agotado que muerto, como si hu­biera llegado tarde por estar atorado en el tråfico. Isabel miró a su nuevo esposo para saber qué hacer y le sorprendió notar que estaba molesto. No asustado, porque honestamente su suegro parecía in­ofensivo, como en las pocas fotos suyas que había visto. No, Martín tenía cara de haber mordido un chile que picaba mås de lo esperado.
—¿Sabías que esto pasaría? —le preguntó.
—No, pero es tĂ­pico de Ă©l. TĂ­pico. SĂłlo alguien tan descarado se aparece en una boda sin invitaciĂłn.
—¡Martín, por favor!
No esperaba que fuera tan grosero. Isabel no se esperaba nada de esto, pero tenía muy arraigado el instinto de mantener la cordialidad y respetar a sus mayores —incluso más que sus supuestos sobre la vida y la muerte, aparentemente— así que sus esfuerzos por entender la situación fueron rápidamente superados por su deseo de hacer que todo el mundo se sintiera a gusto.
Era la primera vez que veĂ­a a su suegro. AcomodĂł su vestido blanco, que abultaba cada centĂ­metro del asiento, y enderezĂł el velo sobre sus hombros.
—¿No nos vas a presentar?
El viejo permaneciĂł sentado, esperando.
—No pienso hablarle —dijo Martín.
—Martín, no lo dices en serio.
En ese momento, su suegro sonriĂł y se acercĂł a ella a travĂ©s del pequeño espacio que separaba la parte delantera y la trasera del Rolls—Royce que habĂ­an rentado.
—Habla en serio, te lo juro. La terquedad corre por nuestras venas. Isabel, soy Omar. Aunque espero que al menos te hayan dicho mi nombre.
—Claro, encantada —dijo.
En circunstancias ordinarias, se hubiera acercado para darle un beso, hasta un abrazo, pero Ă©stas no eran circunstancias ordinarias. No conocĂ­a las leyes que gobernaban a los muertos. Âż Pueden tocar?
ÂżSentir?Âż Sujetar? ParecĂ­a que Omar podĂ­a hacer avanzar el auto en cualquier momento. En vez de eso puso su mano sobre la de Isabel y ella no sintiĂł un toque sĂłlido sino una calidez viva, una suave electricidad. Sus ojos se encendieron, pero MartĂ­n se burlĂł y volteĂł para otro lado.
—Omar —dijo ella, dejando que su nombre le vaciara los pulmones—. ÂżQuieres venir a la recepciĂłn? —QuĂ© tonterĂ­a decir eso.
—Eres muy amable en preguntar, Isabel. Gracias.
SaliĂł por la puerta del auto, que seguĂ­a abierta, y empezĂł a caminar rumbo a los jardines de la iglesia. Ni Isabel ni MartĂ­n trataron de seguirlo.
De algĂșn modo extraño, sabĂ­a que no lo verĂ­a cuando ella y MartĂ­n abrieran pista con su canciĂłn ni cuando partieran su pastel de bodas. En toda la noche, no volteĂł ni una sola vez a ver si su suegro habĂ­a llegado. Y como lo Ășltimo que querĂ­a era hacer enojar a su nuevo esposo, hizo como si nada hubiera sucedido.
Isabel no lograba conciliar el sueño en su noche de bodas. Los recién casados hicieron el amor distraídamente, como si no fuera nada nuevo, y claro que para ellos no lo era. No eran, bajo los eståndares de la Iglesia, buenos católicos. Antes de hoy, ninguno de los dos había ido a misa en años. Habían empezado a acostarse a la tercera cita y media y habían usado condones y anticonceptivos y espermi­cida, a veces los tres al mismo tiempo.
Aunque no era nada nuevo, Isabel habĂ­a imaginado que el sexo matrimonial se sentirĂ­a diferente. Marido y mujer juntando sus cuerpos, y por primera vez no importarĂ­a que alguien los escuchara o que los pillara o que el condĂłn tuviera ocho agujeros. Ahora estaban casados. Juntos para siempre.
Martín batalló con los botones perfectamente redondos que es­calaban, imposiblemente cerca uno del otro, la columna vertebral de su esposa. Isabel no se dio cuenta, hasta que se quitó el vestido, de cómo el corsé la había constreñido toda la noche. Tuvo que tomarse un momento para respirar y las hendiduras que la estructura dejó en su piel, ahora expuestas, le dieron comezón.
Le hubiera gustado hacerle el amor de maneras nuevas, de verdad que sí, pero mås que eso lo que quería era acostarse junto a él, cerrar los ojos y abrirlos para ver que Martín seguía ahí al día siguiente y el siguiente y el siguiente después de eso.
Cuando terminaron, mientras desenredaban sus cuerpos, los recién casados miraron al techo. Ella suspiró. Hubiera querido decir algo como estuvo maravilloso, pero las palabras que salieron de su boca fueron:
—¿QuĂ© pasa?
—No sabía que estaba muerto —dijo Martín, con la mano en la frente.
De pronto s...

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