LOS SOLDADOS FANTASMAS
Me hirieron dos veces. La primera vez, en las afueras de Tri Binh, el impacto me hizo chocar contra la pared de la pagoda, y rebotĂ© y girĂ© y terminĂ© en la falda del Rata Kiley. Fue una suerte, porque el Rata era el sanitario. Me atĂł una compresa y me dijo que me echara hacia atrĂĄs para descansar, despuĂ©s se alejĂł corriendo hacia el combate. Durante largo tiempo me quedĂ© tendido allĂ, escuchando la batalla, pensando «Me hirieron, me hirieron», como en las pelĂculas del vaquero Gene Autry que habĂa visto de niño. En realidad, casi sonreĂa, salvo que despuĂ©s empecĂ© a pensar que podĂa morir. Era el miedo, sobre todo, pero me sentĂa mareado, y despuĂ©s tuve una sensaciĂłn de inmersiĂłn, con los oĂdos tapados, como si me hubiera hundido bajo el agua. ÂĄGracias a Dios por el Rata Kiley! Cuando podĂa, tal vez lo hizo cuatro veces en total, trotaba de regreso para vigilarme. Lo cual exigĂa coraje. Era un combate salvaje, con gente corriendo y disparando y reagrupĂĄndose y corriendo otra vez, y muchĂsimo ruido, pero el Rata Kiley se arriesgĂł. «Tranquilo, no es nada», me dijo, «sĂłlo una herida en el costado, ningĂșn problema, salvo que estĂ©s embarazado.» ArrancĂł la compresa, aplicĂł una nueva, y me dijo que la retuviera allĂ apretada con los dedos. «Aprieta fuerte», dijo. «No te preocupes por el bebĂ©.» DespuĂ©s se fue. Era casi de noche cuando el combate terminĂł y el helicĂłptero vino a llevĂĄrseme junto a dos soldados muertos. «Feliz viaje», dijo el Rata. Me ayudĂł a subir al helicĂłptero y se quedĂł parado por un momento. Pero despuĂ©s hizo algo raro. Se inclinĂł, apoyĂł su cabeza en mi hombro, casi me abrazĂł. Aquella actitud no era habitual en el Rata Kiley.
Durante el viaje a Chu Lai seguà esperando que llegara el dolor, pero en realidad no sentà mucho. Una punzada, eso era todo. Incluso en el hospital me lo pasé bastante bien.
Cuando regresĂ© a la compañĂa Alfa, veintisĂ©is dĂas despuĂ©s, a mediados de diciembre, habĂan herido al Rata Kiley y le habĂan embarcado para JapĂłn, y un sanitario nuevo que se llamaba Bobby Jorgenson le habĂa reemplazado. Jorgenson no era ningĂșn Rata Kiley. Era bisoño e incompetente y estaba asustado. AsĂ que cuando me hirieron por segunda vez, en la rabadilla, junto al Song Tra Bong, al hijo de puta le costĂł diez minutos reunir el valor necesario para arrastrarse hasta mĂ. Para entonces yo me habĂa desmayado del dolor. MĂĄs tarde averigĂŒĂ© que casi habĂa muerto por el shock. Bobby Jorgenson no sabĂa nada sobre shocks, o si sabĂa algo, el miedo se lo habĂa hecho olvidar. Para empeorar las cosas, hizo mal la primera cura, y un par de semanas despuĂ©s se me empezĂł a pudrir el ojete. En serio: podĂa arrancarme tiras de piel con la uña.
Era casi gangrena. PasĂ© un mes sobre el estĂłmago: no podĂa caminar ni sentarme; no podĂa dormir. SeguĂa viendo la blanca cara de susto de Bobby Jorgenson. Aquellos ojos saltones y el modo como se le retorcĂan los labios y la estĂșpida colecciĂłn de garabatos que llevaba como bigote. DespuĂ©s que se curĂł la infecciĂłn, una vez que pude pensar tranquilo, dediquĂ© mucho tiempo a imaginar modos de vengarme de Ă©l.
Que te hirieran tendrĂa que ser una experiencia de la que sacaras un poquito de orgullo. No me refiero a ser un gran macho. Todo lo que quiero decir es que tendrĂas que poder hablar del asunto; el rĂgido golpe sordo de la bala, como un puño, la sensaciĂłn de que te vacĂa de aire los pulmones y te hace toser, cĂłmo el sonido del disparo llega unos diez años despuĂ©s, y la sensaciĂłn de mareo, el olor de ti mismo, las cosas que piensas y dices y haces entonces, el modo como tus ojos enfocan un pequeño guijarro blanco o una hoja de hierba y cĂłmo empiezas a pensar: «¥Joder, eso es lo Ășltimo que verĂ©, ese guijarro, esa hoja de hierba!», lo cual te da unas ganas tremendas de llorar.
Orgullo no es la palabra exacta. No sĂ© la palabra exacta. Todo lo que sĂ© es que no deberĂas sentirte incĂłmodo. Aquello no deberĂa implicar ninguna humillaciĂłn.
Sarpullido de pañal, lo llamaban las enfermeras. Una broma profesional, supongo. Pero me hizo odiar a Bobby Jorgenson del mismo modo que algunos tipos odiaban a los vietcong, con odio africano, un odio que no te abandona ni cuando duermes.
Supongo que mis superiores decidieron que ya me habĂan herido bastante. A fines de diciembre, cuando me dieron el alta en el hospital de evacuaciĂłn nĂșmero 91, me destinaron a la compañĂa S-4 de plana mayor, que se encargaba de la intendencia del batallĂłn. Comparada con la jungla, era un almohadĂłn de plumas. TenĂamos horarios regulares. HabĂa un hogar del soldado con cerveza y pelĂculas, a veces incluso espectĂĄculos en directo, es decir, todo el movimiento borroso y lento de la retaguardia. Por primera vez en meses me sentĂa razonablemente a salvo. La base de operaciones del batallĂłn estaba construida en una colina junto a la salida de la autopista I, rodeada por todos los flancos por arrozales llanos, y entre nosotros y los arrozales habĂa bĂșnkeres reforzados y torres de observaciĂłn y lanzadores de bengalas y alambradas de pĂșas cortantes como navajas. Aun asĂ podĂas morir, desde luego âuna vez al mes recibĂamos fuego de morterosâ, pero tambiĂ©n podĂas morir en las gradas del estadio de los Mets de Minneapolis en el momento culminante de un partido.
No me quejaba. De un modo curioso, sin embargo, habĂa momentos en que extrañaba la aventura, incluso el peligro de la guerra autĂ©ntica, allĂĄ en la jungla. Es algo difĂcil de explicar para quien no lo ha sentido, pero la presencia de la muerte y el peligro tiene un modo de mantenerte alerta. Hace que las cosas sean vĂvidas. Cuando tienes miedo, realmente miedo, ves cosas que nunca viste antes, prestas atenciĂłn al mundo. Haces amigos Ăntimos. Te vuelves parte de una tribu y compartes la misma sangre: la dais juntos, la recibĂs juntos. Por otro lado, ya me habĂan herido dos balas; era supersticioso; creĂa en la suerte con la misma supersticiĂłn con que mi amigo Kiowa habĂa creĂdo en Jesucristo, o del modo en que Mitchell Sanders creĂa en el poder de las moralejas. Imaginaba que mi guerra habĂa terminado. De no ser por el constante dolor en mis posaderas, estoy seguro de que las cosas habrĂan resultado esplĂ©ndidas.
Pero me dolĂan.
Por la noche tenĂa que dormir boca abajo. Eso no parece tan terrible hasta que piensas que yo habĂa dormido boca arriba toda la vida. YacĂa nervioso y tenso, y despuĂ©s de un momento sentĂa que me invadĂa una oleada de ira. Me retorcĂa, maldiciendo, medio enloquecido de dolor, y pronto empezaba a recordar cĂłmo Bobby Jorgenson casi me habĂa matado. El shock, pensaba: ÂżCĂłmo pudo olvidarse de tratar el shock? Recordaba cuĂĄnto tiempo habĂa tardado en llegar hasta mĂ, y cĂłmo tenĂa los dedos convulsos y nerviosos, y el modo en que se le retorcĂan los labios bajo aquel ridĂculo bigotito.
Las noches eran desdichadas. A veces vagabundeaba por la base. Me dirigĂa a las alambradas y me quedaba con los ojos fijos en la oscuridad, donde estaba la guerra, y pensaba cĂłmo hacer que Bobby Jorgenson sintiera exactamente lo que yo sentĂa. QuerĂa hacerle daño.
En marzo, la compañĂa Alfa llegĂł para un descanso. Yo estaba en la pista para recibir a los helicĂłpteros. Mitchell Sanders y Azar y Henry Dobbins y Dave Jensen y Norman Bowker me saludaron con un golpe de mano y apilamos el equipo que traĂan en mi jeep y nos dirigimos a los barracones que les habĂan asignado.
Charlamos hasta la hora de la comida. DespuĂ©s, seguimos charlando. Era uno de los rituales. Aunque no tuvieras ganas de charlar, lo hacĂas por principio.
Hacia medianoche era el momento de las historias.
âA Morty Phillips se le acabĂł la suerte âdijo Bowker.
SonreĂ y esperĂ©. HabĂa un «tempo» para contar las historias. Bowker se arrancĂł el pellejo de una ampolla en la mano y la chupĂł.
âAdelante âdijo Azarâ. CuĂ©ntaselo todo.
âBueno, de eso se trata. Al pobre Morty se le acabĂł la suerte. La derrochĂł toda.
âPor nada âdijo Azarâ. El imbĂ©cil la derrochĂł toda por nada.
Norman Bowker asintiĂł, empezĂł a hablar, pero despuĂ©s se detuvo y se parĂł y fue hasta la nevera y metiĂł las manos bien hondo en el hielo. Estaba desnudo salvo los shorts y las placas de identificaciĂłn. En cierto sentido, yo le envidiaba... los envidiaba a todos. El bronceado profundo de la vida al aire libre, las raspaduras y las ampollas, las historias, la estrecha uniĂłn que habĂa entre ellos. Me sentĂa cerca, sĂ, pero tambiĂ©n tenĂa una nueva sensaciĂłn de distanciamiento. Llevaba el uniforme almidonado y el pelo bien cortado, y despedĂa el olor limpio, estĂ©ril, de la retaguardia. SeguĂan siendo mis compañeros, al menos en un nivel, pero una vez que dejas de estar en campaña, la cuestiĂłn del compañerismo se invierte. Te conviertes en civil. Pierdes el derecho a ser un integrante de la familia, a compartir la fraternidad de sangre, y por mĂĄs que lo intentes, no puedes fingir que sigues formando parte.
AsĂ es como me sentĂa âcomo un civilâ y eso me entristecĂa. Aquellos tipos habĂan sido mis hermanos. Nos amĂĄbamos los unos a los otros.
Norman Bowker se inclinó hacia adelante y sacó un poco de hielo y se lo puso contra el pecho, apretåndolo un momento, después cogió una cerveza y la abrió con un sonido seco.
âFue allĂĄ en My Khe âdijo con serenidadâ. Uno de esos dĂas de calor tremendo, sofocante, y estĂĄbamos tragando tabletas de sal sĂłlo para seguir conscientes. Apenas se podĂa respirar. Todos estĂĄn tendidos, haraganeando, y despuĂ©s de un rato alguien dice: «Eh, ÂżdĂłnde estĂĄ Morty?» AsĂ que el teniente nos cuenta, Âży quĂ© pasa?, Morty no estĂĄ.
âDesaparecido âdijo Azarâ. Ni señales del jodido Morty.
Norman Bowker asintiĂł.
âDe todos modos, enviamos dos patrullas de bĂșsqueda. Nada. Ni un pelo. âBowker hizo una pausa de un segundo, tirĂł un poco de cerveza sobre la ampolla y la saboreĂłâ. Para entonces ya era casi de noche. El teniente Cross parecĂa a punto de tener un ataque..., ya sabes cĂłmo es, Âżno? Y, entonces, adivina quĂ© pasa. Vamos, arriĂ©sgate.
âAparece Morty âdije.
âAcertaste, viejo. Aparece Morty. Casi lo habĂamos declarado desaparecido en combate y entonces, ÂĄzas!, aparece.
âHecho sopa âdijo Azar.
âEh, escucha...
âDe acuerdo, pero cuĂ©ntalo.
Norman Bowker frunciĂł el entrecejo.
âHecho sopa âdijoâ. Resulta que el zoquete se habĂa ido a nadar. ÂżPuedes creerlo? Completamente solo, sin encomendarse a nadie se va, camina un par de kilĂłmetros, encuentra un rĂo y se desviste y se zambulle y empieza a nadar estilo braza o alguna mierda parecida. Sin seguridad, sin nada. Quiero decir, que el tipo se tomĂł un baño de pelĂcula.
Azar soltĂł una risita.
âUn dĂa ardiente.
âNo tan ardiente âdijo Dave Jensen.
âCaluroso, sin embargo.
âÂżCaptas el cuadro? âdijo Bowkerâ. Estamos hablando de My Khe, con vietcong por todas partes, y el...