Emilio y Octubre
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Emilio y Octubre

David Uclés

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  1. 384 pages
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Emilio y Octubre

David Uclés

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Emilio recuerda cĂłmo entreviĂł a travĂ©s de la piel translĂșcida de la barriga de su madre la rĂ©plica de Murillo que colgaba en el hospital madrileño donde naciĂł. Se pregunta, desde dentro de un lienzo de Magritte, por quĂ© al final del hilo rojo que ataron a su dedo meñique tras nacer leyĂł entonces el nombre de un mes.Octubre desconoce de dĂłnde viene su nombre; nosotros tampoco lo sabremos. Recuerda aquel primer amor al que besĂł debajo de las faldas de una menina del Prado. Se pregunta dĂłnde estarĂĄ ahora, mientras bucea bajo las aguas de la laguna Estigia de Patinir.Hasta que los dos puedan llegar a amarse, planearĂĄn sombras de pĂĄjaros decolorados, surgirĂĄn lĂĄgrimas de tĂ©mpera de unos ojos cosidos, se tendrĂĄ que sujetar el cielo con vigas; Europa se secarĂĄ; tragarĂĄ la tierra a un hombre moribundo, habrĂĄ quien atraviese corriendo un continente sin detenerse y hasta quien se meta en el sueño de otra persona a travĂ©s de una bombilla.Esta es la historia de amor de Emilio y Octubre, narrada desde el nacimiento de uno hasta la muerte del otro, en un futuro cercano en el que nos introduciremos en las pinturas tridimensionalizadas de los museos y viajaremos por toda Europa.

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Informations

Éditeur
Dos Bigotes
Année
2020
ISBN
9788412142860
Édition
1
EMILIO
(LIBRO I)

«El mundo nace cuando dos se besan»,
Piedra de Sol, Octavio Paz.




Cero años

La Campanella (S. 141 / 3) — Liszt

Hoy es el dĂ­a en que nazco.

Llevo nueve meses, tres dĂ­as y una hora dentro de mamĂĄ, en su Ăștero o entre este y su trompa. No estoy seguro, pues voy a nacer hombre y homosexual; sabrĂ© muy poco de obstetricia. De lo que sĂ­ que estoy seguro es de que una vez estuve en el interior de su corazĂłn. Esto fue hace muchĂ­simo tiempo, aunque no podrĂ­a decir cuĂĄnto exactamente; el concepto del tiempo me es terreno escabroso. Estaba agotado de flotar en el mismo lugar y, mientras mamĂĄ dormĂ­a hondamente, decidĂ­ darme una vuelta por su cuerpo a travĂ©s de sus conductos, los mismos que soy incapaz de nombrar. LleguĂ© hasta su motor. ÂĄEra fastuoso! Bueno, seguramente lo sigue siendo, pues lo tengo muy cerca y bombea tan bellamente como siempre. ÂĄUn trabajador nato! No reposa en todo el dĂ­a. Yo tambiĂ©n tengo un corazĂłn; lo aprecio desde que tengo manos. QuizĂĄs ya lo sentĂ­a antes o quizĂĄs fue en ese momento cuando se originĂł mi consciencia. No sĂ© quĂ© fue antes, la verdad
 Pues eso, noto mi latido y es muchĂ­simo mĂĄs alĂ­gero que el de mamĂĄ. Es similar al de Silver, el perro de mi vecino fenecido, el ceramista que, segĂșn la abuela, tenĂ­a poderes y movĂ­a el barro con la mente de forma concĂ©ntrica. Era Juan un gran lector, el primero al que conocĂ­. Me recitĂł antes de expirar todos los catasterismos de EratĂłstenes sobre las constelaciones. DecĂ­a que nunca los habĂ­a leĂ­do, pero que se los sabĂ­a de memoria por una suerte de atavismo. Yo me imaginaba que su ascendiente era Kepler, de quien tambiĂ©n a veces me leĂ­a
El Sueño, la primera obra de ciencia ficción de la historia. De Juan, me atraía su voz rota; a través de la barriga me sonaba a cristales masticados. Me aflojaba y me dejaba dormido, al contrario que la sístole de mamå, que a pesar de darme la vida me pone irascible por el ritmo desacompasado de los dos corazones, el suyo y el mío. Pero ya me queda poco aquí; pronto solo escucharé un corazón.
Los dĂ­as en el amnios se me van haciendo cada vez mĂĄs pesados. No hay nada que hacer, salvo esperar. Al menos me reconforta saber que aĂșn me quedan por delante todos los dĂ­as de mi vida, que serĂĄn tantos como yo ambicione. Yo creo que una persona, salvo que sufra un accidente o que el organismo se le desgaste, muere cuando no le queda nadie que piense en ella. ÂĄPor eso harĂ© tantos lazos como pueda! ÂĄIntentarĂ© intimar con todas las personas de Iberia! AsĂ­ es como llegarĂ© a viejo. SobrepasarĂ© los ciento cuatro años que durĂł mi tĂ­a Genoveva. Vino a verme antes de morir. Recuerdo que interpusieron un cristal entre ella y mamĂĄ, pues temĂ­an que me contagiara la enfermedad de la vejez.
Me gustaría nacer mujer, pero ya he notado que no lo seré. Aunque bueno, como también me gustaría nacer hombre, pues no pasa nada. En realidad, me gustaría nacer siendo las dos cosas. Así podría retirarme a vivir a un despoblado y, en unos años, sembrarlo con mis hijos. ¥Arboreceríamos! Partenogénesis. Creo que los bichos palo y algunos peces espada hacen algo parecido.

Nueve meses, tres dĂ­as y dos horas.

Ahora me asen la cabeza dos manos ĂĄsperas y rollizas. Se ha roto el sosiego y el lĂ­quido neto en el que me hallaba estĂĄ desapareciendo. El rojo de mi alrededor se va tiñendo de tonalidades magentas y azulencas, entre visos ambarinos que me hacen daño en los ojos, aĂșn cerrados.
Desgarro los dedos de mis pies, amarrados todavía a un pliegue de madre, y me despido de mi primera casa, aquella que, por mås veces que me empeñe en unos años, nunca evocaré con tanta precisión como para volver a sentirme carne de mamå, parte del amor mås viejo de mi vida.

Acabo de nacer.
Mis pulmones se vacĂ­an del lĂ­quido amniĂłtico y pulmonar; mucus hendido.
Tomo mi primera inspiraciĂłn, que suena a quejido.
Me es arduo abrir los ojos.

Lo primero que he visto a travĂ©s de mis pequeños pĂĄrpados translĂșcidos ha sido una roca junto a una hormiga corpulenta, esbozadas y enmarcadas los dos. Mi abuela, que es gallega, las llama «formigas». Me gusta mucho mĂĄs decir «formiga» que hormiga; me resulta mĂĄs «fermoso». Mi abuela es poetisa, hace lĂĄmparas con frutos secos, damajuanas y la rebusca secada al sol; quinquĂ©s con cazos viejos, camas con pajas secas para posar la figurita del niño JesĂșs y casas de muñecas con las cajas de los zuecos. TambiĂ©n hace chocolate...

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